Debido a la estructura y práctica de la nueva obra de Tsai Ming-Liang, este artículo se estructurará de la siguiente forma: cada parágrafo, una idea que he extraído de la proyección de Ni de lian. Pensamientos surgidos aleatoriamente.
El importante director asiático nos regala la oportunidad de observar unos paisajes. Estos mayoritariamente son rostros de gente mayor (incluido el joven del final del filme) y un salón de un palacio. Este obsequio que Tsai Ming Liang propone, me permite contemplar sus facciones en constante movimiento y ver en ellas el paso del tiempo, su pasado. La cámara, el intruso, filma estas personas con respeto y cercanía, contribuyendo a la mirada anatómica y por lo tanto la antropológica.
Alguna de esas personas duermen, otras ríen. Una señora ejercita su lengua antes de hablar. Y cuando hablan, explican sucesos de su vida. Y al contarlos empiezo a descubrir o alienar una idea temática entre las experiencias que comentan estas personas: la separación de alguien cercano en relación a ellas y sus relatos. Al otro lado de la cámara, un intermediario intenta coordinar el discurso de los filmados mediante preguntas o comentarios, y así van construyendo la memoria, los sucesos de esta separación conjunta. Uno ayuda a recordar, el otro recuerda y el espectador escucha.
El visitante presta sus oídos a alguien que habla. Esta acción, que todos los presentes en la sala hemos practicado, contiene implícita un ejericio, el de la interpelación. Mientras vemos Ni de lian, también escuchamos sus voces y los sonidos no diegéticos y/o de instrumentos orientales compuestos por el gran Ryūichi Sakamoto que las acompañan y nos convertimos en partícipes de su relación, su interpretación.
Las personas que muestra la cámara nos hablan de sus recuerdos y estos, como todos, son manipulados por la memoria. Con el paso de los años, la memoria de estos sujetos se modifica y su cerebro como base de almacenamiento llega a transformar su discurso, que no por ello es menos real.
Durante los primeros minutos de la proyección escucho el sonido del reloj de una persona de la fila anterior. En lugar de molestarme, lo comprendo como un nuevo elemento de la película, de la experiencia que mucho tiene que ver con el tiempo. Es precisamente este tiempo pasado que al salir de la sala es presente en mí: el tiempo de la proyección, los 76 minutos que dura el filme —corta, concisa y punzante—; el tiempo pasado que explican las personas filmadas y el tiempo en silencio de sus miradas, lento e hipnótico. Cuando escribo estas palabras, estos pasados, estos paisajes o estos relatos se transforman inmediatamente en mí ahora y aquí.