Si hay un motivo por el que los amantes del cine de género más subterráneo deben amar a Quentin Tarantino, es sin duda por su labor de rescate de aquellos clásicos más bien olvidados por las nuevas generaciones de cinéfilos para hacerlos florecer en el presente con un sublime esplendor popular pasado. Ese ha sido el caso reciente de Django o Aquel maldito tren blindado, y también fue el caso, hace ya más de un decenio, de la película que nos disponemos a reseñar a continuación, la extraña y demencial Nervios rotos producida a finales de los sesenta por esa singular pareja de hermanos británicos que formaron Roy (que la dirigió) y John (que la produjo y como igualmente sucedía en el resto de proyectos ideados por este fraternal dúo, asistió a su pariente en todo aquello que precisó para sacar adelante la cinta) Boulting. Aparte de la apuesta por ese cine ‹underground›, enfermizo, y por tanto caracterizado por esas atmósferas malsanas que tanto atraen al director de Pulp Fiction, Nervios rotos conecta directamente con el universo del de Tennessee gracias a los silbidos creados para la banda sonora de la cinta británica por el maestro Bernard Herrmann, que Tarantino tomó prestados para incluirlos en la refrescante ‹soundtrack› de Kill Bill.
La película arranca dando muestras desde el primer fotograma de su talante polémico y por ello separado de la línea de producción habitual de los thrillers de aquella época. Así, un narrador con un tono de voz solemne recitará una especie de carta de disculpas para aclarar que en vista de la controversia creada alrededor del film, los productores manifiestan que no existe ninguna evidencia científica que vincule al síndrome de down con la locura y el comportamiento criminal. Esta carta de presentación, ya de por sí anómala, dará paso a una primera escena en la que conoceremos al protagonista del film, el joven Martin —un adolescente retraído por la sobreprotección de su madre y al que la temprana muerte de su padre le ha conducido a una espiral de degradación mental—, que se halla jugando en una institución de enfermos mentales con su hermano pequeño —el cual padece síndrome de down—.
Esta introducción absolutamente pasada de rosca y osada, dará lugar a continuación a la narración de la trama que vertebra el film, que se resume sencillamente como un germinal ‹slasher› psicológico que adapta de un modo muy personal una extravagante mezcla de esos primerizos ‹giallos› italianos filmados por Mario Bava combinados con los contundentes thrillers de suspense que se estaban produciendo en Hollywood (Robert Aldrich está muy presente en todo momento en el discurrir de la historia), a lo que se añade, para sazonar el resultado final del producto, unas gotas de intriga muy “hitchcockianas” para constituir un ‹cocktail› picante y atrevido que se degusta como un plato de perverso gusto saboreado con una mirada siniestra, pero a su vez traviesa y entretenida. Así, la historia se resume de un modo muy sencillo —sí, cierto es que no serán la sorpresa e innovación los condimentos que hallemos en el guión de la cinta—, ya que narra la epopeya del excéntrico adolescente Martin, un muchacho rubio poseedor de un comportamiento muy ligado al universo infantil, que como ya habíamos comentado anteriormente, se halla atrapado en la inmadurez y falta de decisión debido a la excesiva dependencia de su madre y al odio que despierta en él su tiránico padrastro. Sin embargo, Martin despertará de su sueño de candidez una mañana al cruzar su camino con la bella Susan (interpretada por la antigua estrella Disney, hija de John Mills y esposa del director Roy Boulting —a pesar de la enorme diferencia de edad que los separaba—, Hayley Mills), una atractiva bibliotecaria que súbitamente desatará los instintos más primarios del demente Martin.
De este modo, el adolescente abandonará el hogar familiar haciendo creer a sus padres que va a emprender un viaje a París, dirigiéndose realmente bajo el nombre de Georgie y la personalidad de un joven estudiante que se encuentra temporalmente solo en la ciudad debido a un viaje de negocios emprendido por su imaginario padre, a la casa de su amada Susan para alojarse como huésped en la habitación que la madre de su enamorada (llamada Joan) ofrece para alquilar. La primeriza ternura que Georgie/Martin despierta en la bondadosa Susan estrechará los lazos de amistad entre ambos, si bien la presencia en la casa de dos incómodos huéspedes (un joven médico de origen indio y el entrometido amante de la madre de Susan, interpretado por Barry Foster, sí, ese estrangulador que desató el pánico y el Frenesí en el Londres de los setenta), así como la aparición del novio de Susan y la rara atracción incestuosa que Joan (interpretada por la satánica institutriz de La profecía Billie Whitelaw) desatará en el perturbado Georgie/Martin provocará que éste acabe convirtiéndose en un sádico asesino dispuesto a eliminar todo estorbo que surja en su camino y que le impida la consecución de su objetivo de conquistar el amor de la bella Susan.
Con esta premisa tan manida y por tanto explotada hasta la saciedad en infinidad de producciones que centran el protagonismo de la historia en un psicópata asesino en serie, los Boulting tejieron una cinta ciertamente excéntrica, gracias en parte a la magnífica artesanía para recrear los distintos perfiles de la galería de personajes que aparecen en pantalla (la locura representada por Martin, la bondad por Susan, la tiranía por los padres de Martin, la sagacidad por el médico indio, la promiscuidad sexual por Joan, y así podríamos continuar con el resto de personajes que emergen en la trama), a lo que podemos unir una espléndida fotografía que plasma a la perfección el ambiente de la ciudad británica en ese libertino año de 1968 en el que fue producida la película, que penetra hipnóticamente a través de los ojos en virtud de la atrayente gama cromática que ostenta el film desde el punto de vista visual.
Pero no sólo el disfraz visual de Nervios rotos es el único punto sugerente que exhibe este angustioso film, sino que del mismo modo podemos resaltar la inquietante historia, narrada con mano maestra y turbia por la pareja de hermanos, que dará lugar a una especie de cómic repleto de tensión y suspense trazado con un pincel sádico que no dudará en esbozar algunas escenas muy impactantes (no puedo dejar de pensar en el [Spoiler] asesinato a hachazos de Joan ejecutado por Martin, rodado con una tensión sexual en el ambiente realmente perturbadora o en ese magnífico final colmado de inquietud y psique que logra alterar el estado de nervios del espectador más calmado [/spoiler]) con objeto de inquietar al público.
Y es que uno de los atributos más llamativos de la película es sin duda el empaque que adquiere la cinta para retratar el particular universo de la demencia a partir de la mentalidad de un psicópata dibujado con el rostro y la aptitud de un ingenuo niño que se ha encaprichado de un juguete con la forma de una atractiva adolescente, dejando verter el suspense por tanto en las pérfidas argucias que emprende este personaje que inicialmente logra obtener la empatía del espectador para posteriormente derrotar esta primeriza simpatía en auténtico pavor y terror hacia sus planes y comportamientos. Así, la película plantea de un modo muy inteligente esa dualidad existente entre la ingenuidad infantil y la crueldad existente en la edad adulta a través de los ojos de ese esquizofrénico Martin/Georgie que representa en cierto sentido ese desdoblamiento de traza presente en la sociedad en el momento en el que abandonamos la tranquilidad que impera en la infancia para trasladarnos a la selva que colorea nuestro viaje a la madurez.
Así pues, Nervios rotos emerge como un ‹slasher› para nada convencional esbozado desde la cotidianidad de un guión de reminiscencias clásicas, que adquiere un lugar propio en el poblado cosmos de la psicopatía cinematográfica, instaurándose de este modo como una película a descubrir que seguramente resultará sumamente atractiva para todos aquellos devoradores de cine de suspense de una vertiente más clásica, así como para las nuevas generaciones de cinéfilos a los que seguramente celebrarán el hallazgo de una obra que bebe del clasicismo para desprender un halo de modernidad lisérgica y paranoica en la línea de las producciones más contemporáneas.
Todo modo de amor al cine.