Una primavera entre neones es una experiencia nueva que puede dictaminar una vida, pero no revelar un estado de gracia. Laine, nombre que ella misma define como una ola pequeña en distintas lenguas, se sumerge en su propio festival siguiendo las directrices de Matiss Kaza, donde parece instruirnos en otro tipo de ‹coming of age›, esa que ya llega en la edad adulta, con responsabilidades adquiridas, con conocimiento de los límites y sin la presión de otros adultos: un toque de realidad promocionado por noches eternas de supuesto éxtasis.
Es posible que para el tono que se quiere alcanzar con Neon Spring haga falta algo más de energía. Su director nos sitúa frente a una joven en una vida acomodada. Estudiante universitaria, con un hogar perfecto a simple vista, poco a poco se nos introduce en su propio mundo personal a través de pequeños vicios adquiridos. Unos son esa vía fácil de escape llamada noche, donde la joven despliega sus alas en busca de experimentar, desde la casualidad, con nuevas formas de diversión. Esto se traduce en nuevos amigos, más alcohol, drogas diseñadas para la efusividad momentánea y algún acercamiento sexual. La noche en Riga va mutando de color gracias a las ‹raves› en las que participamos junto a Laine. Neones, iluminaciones intimistas y despliegue de colores que enfatizan esa extraña sensación de ver a mucha gente moviéndose y a nadie sintiendo un ápice de diversión. Esto se traduce en una desconexión total entre la imagen y la intención narrativa, ya que la cámara apenas se separa unos metros de su protagonista para envolvernos en su persona. Como ya vimos en Closeness de Kantemir Balagov o incluso en The Pig de Dragomir Sholev, ambos debuts con un uso de la cámara en mano muy enfática y con un sentido muy directo, Kaza prueba a acompañar constantemente a la joven para observar de cerca su punto de vista y a la vez permitirnos seguir con detenimiento todos sus movimientos y expresiones. El problema surge cuando lo vivido y sentido no es tan extremo como para proponer al espectador una sensación de desasosiego ante los momentos más incómodos o incluso de delirio frente a los excesos nocturnos, que tanto sentido daría a esa cámara en mano.
No hay que pensar tampoco que Neon Spring se quede en un terreno totalmente inerte, trata algunos temas llamativos y potentes que podrían dar un vuelco a la situación, pero no consigue conectar esos momentos entre sí, pareciendo una colección de situaciones deslavazadas que funcionan instantáneamente pero no dan una imagen plena. Ya no parece entonces tan importante que los protagonistas tengan más o menos carisma, no es necesaria la efusividad para narrar fiestas ‹en petit comité›, incluso la pasividad paterna podría dar más sentido a una propuesta invadida por reacciones un tanto frías, pero se echa en falta más énfasis al enfrentar posturas, para no caer en otra historia de personajes acomodados descubriendo el mundo con levedad, cuando en el papel parecen revolucionarios y no son capaces de conseguir que las imágenes les sigan el ritmo.
Neon Spring necesita romper su propia monotonía, porque la fiesta se debe mantener con algo más que drogas duras, lucecitas y buena música; para querer quedarse un poquito más, el anfitrión debe demostrar que también está dispuesto a disfrutar con los allí presentes.