La llegada de La guarida nos devuelve a uno de esos autores acérrimos a la serie B, marco en que se desarrolla el nuevo largometraje del británico Neil Marshall, que sin embargo ha sido capaz de encaminar su cine hacia otras vías, ya fuera a través de una inmersión a pleno pulmón en el horror más puro con The Descent, abrazando el post-apocalipsis en Doomsday: El día del juicio, hermana bastarda del Mad Max de George Miller, o incluso acercándose a la Antigua Roma con su singular incursión en una suerte de ‹peplum› desde Centurión. No obstante, y si repasamos su carrera, enlazada en más de una ocasión a los derroteros de ese cine de bajo presupuesto —especialmente desde su vuelta a la dirección de largometrajes con la recién estrenada La guarida o una incursión más olvidable como The Reckoning—, bien merece la pena destacar su ópera prima, una Dog Soldiers que apela sin pudor a esa estela de cine de guerrilla, pero lo hace además invocando una autoconsciencia que dota a esta tentativa en particular de ese aroma específico que no siempre es capaz de reproducir el cine de género.
En efecto, hablar en términos tan relativos como aroma o esencia puede otorgar una falsa sensación de nada o vacío, pero tan cierto como que la obra de un primerizo de por aquellas Marshall tuvo la certeza de reunir ideas, un sentido del humor tan distintivo como cafre y lo festivo de una casquería imprudente. Así, y si bien las imperfecciones saltan a la vista, en especial mediante secuencias que, siendo generosos, no terminan de funcionar —y no tanto por una escasez de medios como por carencias palpables en la edición: véase la escena de la huida bosque a través—, la certeza con que el cineasta empuña ese tono tan grosero como socarrón propicia la asunción de una perspectiva que no se conforma con el simple espectáculo de vísceras y desenfreno que abrazaría cualquiera: el absoluto descaro para con las coordenadas del género ocasiona que Dog Soldiers vaya un paso más allá y, mejor aún, ni siquiera tenga la necesidad de funcionar por mera acumulación. Es tal que así, que incluso Marshall se permite agregar subtramas adyacentes y, para qué engañarnos, del todo accesorias, desde las que suscitar un ‹crescendo› que no se encuentra en la aglomeración del disparate, sino más bien en la confluencia de elementos desde los que ponderar esa naturaleza que no teme a ridículos ni anomalías dignas de un contexto, el de la serie B, dispuesto a confrontar un todo por el todo definitorio.
De este modo, y aunque en Dog Soldiers la testosterona y las frases paleras con que aliñar la carnicería sean uno, lo cierto es que la pericia de Marshall dando pábulo a decisiones pasadas de rosca hace del film algo que, estando lejos en ocasiones de la suficiencia, encuentra los estímulos necesarios para salir airosa. Partiendo, pues, de una suerte de ‹home invasion› con licántropos de por medio, el peculiar debut del británico tiene, además, la habilidad de confabular una mitología propia a través de lo conocido, otorgando así el espacio idóneo desde el que originar un caldo de cultivo que, sin resultar insólito ni pretenderlo, sabe sostener la atención del espectador con una facilidad inusitada. Más allá, no obstante, de secuencias impagables por el desbarre manifestado en su excéntrico carácter, Dog Soldiers logra exactamente lo que se propone; y, lo mejor de todo, lo hace relegando a un segundo plano los defectos de un montaje a ratos ininteligible —cuando no directamente incomprensible—, además de esa tendencia al exceso tan acostumbrada a desarticular virtudes que, más que como un modo de sostener el relato, suscitan en la película de Marshall una sensación de oda al descalabro y la irreverencia que uno sólo puede comprender asimilando que las vísceras pueden volver a su lugar de procedencia con el suficiente tesón y, cómo no, haciendo de la sinvergonzonería un alarde que no necesita ser explicado, solamente disfrutado.
Larga vida a la nueva carne.