A pesar de su larga y variada filmografía en lo que al género se refiere, el nombre de Neil Jordan parace ir ligado inextricablemente al fantástico. En compañía de Lobos, Entrevista con el Vampiro o el estreno de Byzantium así lo atestiguan; películas que, de alguna manera, se empeñan en conseguir tapar lo que no deja de ser una amplia y rica panoplia de temas y argumentos.
Entre todas ellas, y quizás en un segundo escalafón de popularidad, resalta el caso un tanto peculiar que supone El fin del romance. Un presunto drama romántico, donde nada es lo que aparenta ser. De hecho la propia producción (y me atrevo a decir resultado final) parece más una de esas películas que buscan gustar y gustarse, recopilando el mayor número de premios posibles. Los ingredientes estaban ahí: una Julianne Moore on fire con un Ralph Fiennes en plan románticon torturado más dramón amoroso de fondo y una salpimentación decorativa a cargo del enormemente popular compositor Michael Nyman. Todo ello daba a entender un cierto aire de cinema de qualité, bien ejecutado pero con un tufillo a prefabricación evidente.
Lejos de ello, y posiblemente causa de la incomprensión e incluso decepción que generó en su momento la película, nos encontramos con un film sobrio, íntimo y de una madurez sobria a la hora de enfocar los conflictos amorosos que en él se desarrollan. Esencialmente El fin del romance se articula en su equilibrio entre la pausa y la reflexión intelectual y su capacidad para desatarse en los momentos de pasión, y todo ello desarrollándose bajo lo que sería una estructura que, con sus flashbacks, regresiones y diversificación de puntos de vista, parece más pertenecer a un film detectivesco que a un drama convencional.
Porque esta es una película que juega al desconcierto con sus recursos. A lo mencionado anteriormente hay algo en su iluminación y en la caracterización de sus personajes que remiten directamente a lo onírico, a una sensación de incognita, de misterio último que se está escabullendo entre los jirones de lo que parece la realidad. Un juego destinado a que la historia parezca un gran ecuación donde la x a despejar no será tanto el quién sino el porque.
No solo se trata de la capacidad de armonizar elementos tan dispares lo que hace de la película un pieza redonda. La clave final de todo radica en que todo lo crea funciona de modo que el giro, o si se quiere la revelación, argumental no cae como algo creado de la nada, impuesto por el mero hecho de sorprender sino que impacta por su naturalidad, por hacer de lo improbable lo posible, por hacernos creer lo que está pasando como si tal cosa.
Sí, al final El fin del romance no es más que un film que salta del desgarro cotidiano del amor imposible a otra clase de amor más metafísico, poniendo a prueba no solo a los personajes sino a la capacidad de lectura de la audiencia. El desafío que plantea Jordan es ni más ni menos el desafío total del propio prejuicio del espectador. Se nos pone a prueba y se nos insta a creer, a tener fe, pero no desde el moralismo acusador sino más bien desde el cariño, desde la convicción que si no empatizamos no entenderemos de que va esto del amor. El fin del romance ofrece una visión religiosa profunda, y aseverativa, cierto pero consigue no irritarnos con ello ya que de ninguna manera es invasiva en su tono.
De alguna manera y aunque distante en lo estilístico, esta es una película que comparte una cierta manera de entender el conflicto entre lo divino y lo humano que se mostraba en Ordet. No se trata tanto del milagro de eso que llamamos Dios, sino del milagro que supone reclamar sus actos en nombre del amor. Como decíamos no sabemos si Jordan pensó en Ordet al realizar la película, lo que sí resulta evidente es que seguramente el maestro Dreyer hubiera sonreido con ella.