Casi no hace falta decir que el tema del holocausto judío se ha convertido en un arma de doble filo. Una suerte de brújula ética, el folleto mediante el cual se nos recuerda (día sí, día también) dónde está el auténtico enemigo. La herramienta favorita del capitalismo para desviar nuestra atención de ciertas acciones (casi) tan recriminables como las (supuestamente) denunciadas. El nazismo como cebo ideológico, ingrediente aplicable a todo tipo de género. Cabe decir, no obstante, que el negacionismo en sí (tendencia —normalmente nacionalsocialista— interesada en negar la existencia de un premeditado exterminio judío) es un tema de gran importancia que no ha sido explotado con tanta frecuencia. De ahí que la película que nos ocupa posea, en cierto modo, un plus de disculpa. Porque el último trabajo de Mick Jackson centra su atención en la mirada de la sociedad contemporánea hacia unos hechos pretéritos, en lugar de centrarla en los hechos en sí.
Negación, igual que su protagonista, da por hecha la criminalidad del régimen nazi. Por eso su dirección es modesta pero precisa, minuciosa pero no exhibicionista: el director nos habla con seriedad al mismo tiempo que reconoce estar tratando una realidad ya descubierta. Gracias a ello, la película resulta ligera sin ser vacua y contundente sin ser efectista. Por otra parte, las interpretaciones de los ya veteranos Tom Wilkinson y Timothy Spall (brillantes como siempre) encajan perfectamente con este contenido tratamiento. Ambos actores logran, y con notable resultado, hacer suyo al personaje, darle tridimensionalidad y convertirlo (también el de Spall) en un ser humano. De hecho, es el personaje interpretado por Rachel Weisz el que lastra la película. Y lo hace de tal forma que resulta francamente difícil identificar si el problema está en su actuación o en la propia construcción del personaje.
Por una parte, la Deborah E. Lipstadt que nos presentan (historiadora judía norteamericana, especializada en el caso del holocausto y particularmente interesada en el ramo del negacionismo) roza el esperpento: sus gestos histriónicos y su habla sobrecargada (en un intento, imagino, de reproducir la acentuada vocalización del personaje original) choca con la naturalidad del resto de los personajes. Por otra, su aptitud de justiciera resulta francamente insoportable. Una aptitud que, además, es premiada y aplaudida por director y guionista: ni siquiera su reiterada insistencia en poner en riesgo el desarrollo del juicio (haciendo caso omiso de los consejos e instrucciones que le da su abogado) recibe ningún tipo de sanción (ni por parte de los personajes ni por parte de los narradores). Un hecho que, a mi parecer, no deja más remedio que identificar a la protagonista con una historiadora acomodada que, por el mero hecho de ser judía (y sin haber sufrido los hechos denunciados), se auto-otorga la responsabilidad de impartir justicia.
Más allá de este (importante) detalle, cabe decir que la película resulta, cuando menos, de agradable visionado. Y no solamente por la cuidada realización con que está ejecutada, sino también por la rigurosidad con que reproduce todo el proceso y la credibilidad que desprende el (impresionante) bufete de abogados que asesora y tramita el caso de tan insufrible (y ficticio) personaje.