Una de las propuestas más singulares y estrambóticas que se paseó por las pantallas gijonesas en la última edición del FICX, que prueba el grado compromiso del certamen con las piezas y autores más vanguardistas, es Just don´t think I’ll scream, un documental que rezuma en su narrativa una proposición formal de lo más atrevida: una composición visual hecha única y exclusivamente en base a planos de un conjunto de más de 400 películas, de diverso género y nacionalidad. Su autor, el francés Frank Beauvais, quien proviene del mundo del cortometraje, traza una historia auto-biográfica basada en el profundo estado de depresión que vivió tras una ruptura sentimental; para superar la crisis, el autor confiesa encerrarse en una casa aislada con el continuo visionado de películas como única y exclusiva vía de escape; los planos que dan forma a esta Just don´t think I’ll scream, están conformados por cada de una de esas obras.
Beauvais enfrasca su documental como un ampuloso y ambicioso puzzle de imágenes a través del cual exorcizar sus demonios, además de exteriorizar el cúmulo de emotivas sensaciones vividas en esos días de reclusión. La voz en off del propio director adhiere un compromiso emocional extra, a la par que ensalza el componente personal de lo narrado, al que se da un empuje con las diferentes imágenes mostradas. Es en cada uno de estos planos donde el documental compone una dimensión fílmica única, de enrabietada personalidad, que le permite funcionar casi como un lenguaje narrativo propio. Debido a la inteligente labor de montaje en el que cada uno de los planos extraídos de las diferentes películas visionadas son insertados con sabiduría expositiva, se desentraña el momento álgido de cada imagen enlazada sin que la propia identidad del documental se vea mermada por ello; así se puede explicar la mayoritaria ausencia de planos de rostros, o escenas clave de algunos de los films “usurpados”, para así no perder la autenticidad visual construida en esta obra a favor de una posible identificación de la película origen, ofreciendo un collage válido para el discurso promulgado, incrementado también a través del poder de la dialéctica venido del propio director.
Una situación de crisis personal, ahogada en un deprimente estado de existencialismo, donde el poder de la imagen sirve como excelso catalizador para expresar hacia un exterior que tiene como foco irremediable la propia pupila del espectador. Su formato de narración introspectiva da aún más libertad para que la imagen sea el arma perfecta para su la exteriorización de sentimientos, rotos por la citada separación amorosa pero salvada, de manera cuasi anárquica y descontrolada, por el cine. Esto no deja de ser el mensaje de subtexto que se esconde en un proyecto tan indeterminado, pero a la vez tan excéntrico: vanagloriar el séptimo arte como lenguaje efusivo y poderosamente expresivo, aprovechando la sabia utilización de la imagen como intachable herramienta comunicativa. La variedad de películas insertadas, tan opuestas en vertientes como en nacionalidad o cineastas, dan más puntos al exotismo de esta obra: desde clasicistas piezas de Joseph Losey, Josef Von Sternberg hasta cine ruso experimental o cineastas contemporáneos como Clint Eastwood, Jeremy Saulnier, Bertrand Bonello o John Carpenter, sin perder de vista el cinemabis italiano de los 70; los fragmentos se fusionan gracias a lo universal de su lenguaje, envolviéndose del hálito poético con el que Beauvais relata su historia, no exenta también de otras tragedias familiares y algunas problemáticas recientes de su país. La incapacidad que el espectador pueda sentir a la hora de intentar discernir sobre la pertenencia de cada de uno de los planos hacia sus obras de origen, dan más mérito a una propuesta que en lo hábil de su narrativa encuentra el mejor de sus aciertos.
Just don´t think I’ll scream es una obra tan directa como sincera, que se nutre del carácter revelador del plano cinematográfico para dar andamiaje a un discurso decadente pero a la vez poderosamente humanizado. Frank Beauvais se aprovecha del mérito cinematográfico ajeno para estructurar una personalidad propia, íntima, y con una gran validez reflexiva, de la que no conviene olvidar su vehemente utilización de la música para ambientar una de las propuestas más originales vistas en mucho tiempo en el campo del documental.