Si en la recién estrenada ópera prima de Natural Arpajou, Yo niña, la perspectiva queda centrada casi en su totalidad en el personaje de Armonía, la pequeña protagonista que emerge como epicentro de un relato que parece huir de cualquier juicio para centrarse en la dimensionalidad que puede otorgar un contexto ante la mirada forjada y, en cierto modo, abstraída por el prisma de los progenitores, el último cortometraje realizado por la argentina precisamente emplea ese contexto para crear una disonancia entre la visión de una madre y una hija en el lugar de trabajo de la primera; y es que mientras la figura materna afronta una realidad que no se asemeja demasiado alentadora y, al fin y al cabo, casi deviene en rutina ante los pormenores de su trabajo, su hija explora un universo que a buen seguro conoce, pero que percibe a través de un prisma totalmente deformado: para ella ese (en parte) paradisíaco espacio no tiene relación alguna con una responsabilidad por ahora ausente, sino más bien con un ambiente desde el cual encontrar vías alternativas. En ese sentido, el entorno se muestra como una pieza elemental en el desarrollo de ambos personajes: mientras Armonía se halla ante unas pautas rigurosamente marcadas que, ante la inquisitiva mirada de la pequeña, conceden una vía por la que articular el propio lenguaje, la protagonista de Princesas despliega ese lenguaje con una libertad que, al fin y al cabo, le es otorgada (en cierta medida) con una ausencia (que también se podría medir en Yo niña desde otros aspectos) ante la que no hace sino rellenar los propios huecos a partir de una percepción inocente.
Arpajou refuerza ese espacio en el que Blanca, la protagonista, entabla su propio diálogo, desde lo visual: si en la rutina de su madre la cámara se desplaza a esos pequeños rincones a través de los que indagar en la misma, de los pasos que da la pequeña se desliza un componente casi bucólico, reforzado tanto por la composición (la forma como encierra a su personaje y lo extrae de la realidad que la rodea para que percibamos esa realidad con sus mismos ojos) como por el uso de la luz, que entra en plano con mayor libertad, dibujando formas que difieren con los espacios que transita su progenitora. Lejos de esa sombra, a la que apunta la escueta línea que conforma la sinopsis de Princesas, la cineasta argentina encuentra destellos en un universo siempre marcado por esa relación materno-filial que empapa cada uno de sus fotogramas, y que desliza siempre que puede la directora —el personaje interpretado por Hebe Duarte y cómo se refleja desde diálogos y situaciones esa atención omnipresente (pese a la mencionada ausencia) hablan por sí solos—, expone las inquietudes de un cine comprometido con un sustrato cuya representación obtiene, con dedicación, su fiel reflejo en las imágenes expuestas.
Larga vida a la nueva carne.