Uno de los aspectos más atractivos de la obra de la japonesa Naomi Kawase reside en su capacidad (tal vez debamos hablar de necesidad) de desnudarse ante la cámara, de exponer impúdicamente su propia vida a la mirada del espectador. Esta veta autobiográfica, que es la que rige sus primeros trabajos documentales y un grueso importante de su filmografía, la explota con una determinación obsesiva, pero también con el tacto y la delicadeza que siempre han marcado su cine. La impulsa un deseo evidente de (auto)conocimiento: quién soy, cuáles fueran las circunstancias que me han hecho como soy, y hacia dónde voy ahora que el tiempo de aquellos que más amo empieza a agotarse. El amor, la soledad, la familia y la muerte son temas capitales alrededor de los cuales orbitan no sólo estos primerizos documentales autobiográficos, sino el resto de su filmografía. Ya constituían el epicentro de su primer mediometraje, Embracing, que sigue siendo una película exquisita y conmovedora sobre la búsqueda de las raíces, e iluminaban igualmente sus documentales posteriores sobre la figura de su abuela, esa madre adoptiva que la acogió cuando la madre biológica decidió abandonarla.
Es precisamente este hecho, la sombra que la ausencia de sus padres biológicos ha proyectado siempre sobre su vida, lo que mueve igualmente Cielo, viento, fuego, agua, tierra, continuación directa, diez años después, de Embracing, en la que vuelve a interrogarse sobre el amor materno, sobre la pérdida, sobre la construcción de la personalidad y sobre el difuso porvenir, y lo hace usando herramientas expresivas similares: grabaciones de flores, de luces, de incendios, del cielo y de la tierra… sobre las que superpone conversaciones telefónicas con la abuela, la madre biológica y el padre, en las que confronta esa eterna duda: ¿por qué os fuisteis de mi vida? La punzante sensación de soledad, así como la conexión indispensable pero frágil con su abuela (ese rostro que los que admiramos a Kawase hemos aprendido a memorizar y querer como si fuera parte de nuestra propia familia), vuelven a ponerse en el centro de este trabajo reflexivo y ocasionalmente enigmático, donde también tienen cabida el peso del arte y su relación con la propia vida.
Puede pensarse, no obstante, que esta nueva incorporación al canon de memoria personal de Kawase no aporta demasiado a lo que ya había planteado la cineasta en Embracing o en otras obras inmediatamente posteriores (Caracol, Sun on The Horizon). Kawase exorciza demonios personales que siempre la han atormentado, y acaba encontrando algo parecido a la liberación, pero el espectador, cómplice del proceso, no siempre puede dejar a un lado la sensación de que la autora ha vuelto al escenario del crimen sin otra finalidad que la de seguir recreándose en sus miedos y recuerdos, con cambios leves (ahora el padre está definitivamente desaparecido, y la abuela más cerca del final), pero no los suficientes como para que la visión de la película nos golpee y emocione como sí lo hizo en Embracing. Por otra parte, es un mediometraje tan inequívocamente suyo, tan ajeno a modas y tan volcado y cerrado en sí misma, que resulta un poco intrascendente lo que podemos pensar los espectadores de ella, porque la película parece hecha para ella misma. Kawase se busca y, finalmente, se encuentra, y eso sí resulta hermoso de ver.
Cualquier espectador interesado en las intersecciones entre vida y arte, entre ficción y realidad, debería acercarse, pues, a este pequeño trabajo, a poder ser viendo antes Embracing para tener un marco completo de comprensión de la obra. En su centro se encuentran algunos brotes de honestidad brutal (lo que dice la madre en conversación telefónica) que remueven emocionalmente, y también hay cabida para la reflexión sobre la configuración de la personalidad y la construcción y el peso de la memoria, aquí reflejadas en esa serena conversación con el tatuador, donde la figura del padre doblemente ausente (primero ido, luego fallecido) cobra nuevamente mucha fuerza. Visualmente hay trazos de belleza casi abstracta que dialogan prístinamente con el contenido teórico del film, y que justifican su título en castellano: el agua, el fuego, la tierra, el aire o el cielo son ese líquido amniótico en el que flotan las verdades de la vida que Kawase va descubriendo con paciencia y ningún miedo a exponerse abiertamente ante la cámara. Y aunque no está (para servidor al menos) al nivel de las mejores obras de la cineasta (la citada Embracing o Moe no suzaku, su primera obra maestra estrictamente de ficción), sin duda condensa lo mejor de su cine, por lo que reforzará la fe de sus admiradores… y seguirá manteniendo alejados a sus detractores, que no son pocos, precisamente.