Había cierta expectación antes de entrar en el Auditori. Se trataba de ver juntos en pantalla al actor de Old Boy, Choi Min-sik codo con codo con la nueva estrella surcoreana Ha Jung-woo, conocido por su papel en The Yellow Sea. El vehículo para el lucimiento de los dos es una de las cintas más ambiciosas y con mayor presupuesto del país, ambientada en el mundo de los gánsteres de la década de los 80.
Choi Min-sik está espléndido haciendo de inspector de aduanas corrupto que decide pasarse al otro bando para seguir prosperando. Su evolución es asombrosa y resulta sin duda lo más estimulante del relato en su retrato de un hombre que quiere ser un gánster pero no termina de ser uno de ellos por mucho que lo intente ni puede ya volver atrás en su camino elegido. Se encuentra en tierra de nadie, los que no están en la bajos fondos lo consideran un gánster al que pedir ayuda, pero estos en última instancia lo menosprecian. En suma, no estamos tan lejos de ese Steve Buscemi de la serie Boardwalk Empire y su disyuntiva de convertirse en un mafioso con todas las consecuencias de seguir jugando a dos aguas.
El problema principal es que durante el metraje uno tiene la sensación de dispersión y de marear la perdiz para llegar a la resolución de la obra. Partimos de una cinta más amable, con toques de humor establecidos sobre todo al inicio para ir progresivamente acercándonos a un filme más oscuro, salpicado de explosiones secas de violencia. No obstante, no hay nada que no hayamos visto ya, y algunas de las escenas más impactantes nos remiten irremediablemente a otras películas de gánsteres, lo que condena a Nameless Gangster al olvido. No por resultar mala o aburrida, en absoluto, sino porque no consigue ofrecernos nada nuevo ni remarcar escenas que vayan a quedar en nuestra memoria, a pesar del esfuerzo interpretativo de los dos personajes principales o de la sobria dirección de Yoon Jong-bin.
La obra está salpicada de saltos hacia atrás y hacia delante para ver en acción a la justicia coreana, surgida directamente de un estado de opresión como fue su dictadura nacionalista y que tras una transición alcanzó la democracia de la que goza actualmente. Sí, puede que el fiscal de la cinta sea insobornable, pero es un personaje impetuoso que no duda en usar la violencia para sus nobles intenciones. Es un hombre surgido de ese periodo oscuro de Corea del Sur, que combate con todas las herramientas a su alcance, las proporcionadas por un estado de derecho pleno y las adquiridas en la etapa anterior.
De hecho a lo largo de la obra hay pequeños detalles que nos van advirtiendo de la situación política del país. Desde las manifestaciones que acaban en el incendio de la comisaria de policía, hasta frases sueltas aquí y allá que nos indican el periodo histórico que tuvo que afrontar Corea del Sur en la década de los 80. De cómo política y bajos fondos cenaban juntos en la misma mesa para discutir los asuntos de interés de ambos grupos, cuando no formaban un único bloque.
La traición está presente a lo largo de todo el relato. Hoy lucho contra ti, mañana nos aliamos. Es curioso constatar cómo las reglas de los yakuzas o las triadas siguen vigentes en esta película. Las guerras se empiezan según dicta el código. Estamos lejos, bastante lejos de propuestas como las dos últimas de Takeshi Kitano, donde el código ha muerto y todo se ha convertido en una pura formalidad de cara a las apariencias. Y sin embargo el elemento que lo desequilibró todo es el personaje interpretado por Choi Min-sik, con sus idas y venidas, mentiras, traiciones, amistades y lealtades que termina por desdibujar el tablero de juego con su encarnación de diablillo que se cree encantador y resulta a todas luces patético, que por escalar posiciones o por salvar su culo acaba por cargarse la partida.
Interesante propuesta, sin duda, aunque no consiga ganarse nuestros corazones ni tampoco nuestra memoria a largo plazo.