Hablar de Mike Leigh es, sin duda, mencionar a uno de los directores contemporáneos más reconocidos de Gran Bretaña y uno de los pocos fuertemente autorales que ha dado dicho país, creando para sí un estilo propio y distintivo cuyas marcas definitorias son claramente evidentes durante su larga trayectoria cinematográfica.
Es conocido por sus representaciones de los dramas inherentes en la vida cotidiana de la gente común, motivo por el que es comparado a menudo con su compatriota Ken Loach, a los que les une lo que la crítica británica denomina popularmente “rebanada de vida” y que en España podríamos entender como propuestas de corte realista. En cualquier caso, el propio Leigh considera a esta una comparación inexacta ya que sus películas, a diferencia de Loach, no presentan un programa político total, parcial o subliminal.
Fuertemente influenciado por su trayectoria y pericia teatrales, las películas de Leigh destacan por ser protagonizadas por personajes impopulares y, en cierto modo, anodinos sobre los que vuela un aura de desvanecimiento, infortunio y tristeza, configurando con estos valores sus particulares claves que definen sus propuestas siempre melodramáticas. La importancia de las películas del realizador británico hay que buscarla en unos valores que van más allá de lo estrictamente cinematográfico, más allá del carácter lúdico del cine, de sus aspectos narrativos e incluso más allá de la denuncia que, evidentemente, incorpora.
En primer lugar, su relevancia humanística. En tiempos en los que grandes cineastas europeos son conscientes de su mismo atributo y, por consiguiente, convierten a sus películas en ejercicios de experimentación y reflexión sobre el lenguaje y el metalenguaje, Leigh plantea una mirada profundamente moral, humanista y comprometida que exalta la dignidad por encima de todo.
Hace tratar a su cine como la representación artística de un camino que trata de captar la vida y reproducirla desde la ficción. Y lo más destacado es que, prescindiendo de abundancia de medios y grandes presupuestos, configura un cine espontáneo y cercano a las situaciones que se nos generan en la triste y fascinante vida cotidiana, lo cual le hace obtener elementos documentales pese a ser películas narrativas, la mayor parte de ellas de gran precisión y poca o ninguna artificiosidad. Juega con puestas en escena donde rechaza el perfeccionismo miniaturista y así consigue una vivaz naturalidad, haciendo que el espectador se golpeé de bruces con dolorosos pedazos de realidad. Si bien el atributo más distintivo de Mike Leigh es que no suele abusar del tremendismo y la sordidez caprichosos, observando la desesperanza de sus personajes y la degradación de sus entornos con un tono condescendiente y en ocasiones candoroso, pero decididamente alejado del vulgar retrato sentencioso.
Haciendo hincapié en el interés general que ofrece su filmografía, fue esta película, estrenada en 1993, la que le dio su primer éxito internacional. Aquí se ofrece un relato inquietante e implacablemente sombrío sobre las andanzas de un vagabundo misántropo que escupe lecciones de filosofía en cada frase que sale por su boca. La película obtuvo tantos elogios como críticas y diatribas, en especial de varios grupos feministas que encontraron en el film una apología misógina debido a la gran cantidad de violencia física y verbal ejercida sobre los personajes femeninos, acusación que el propio Leigh debería refutar más adelante.
El británico se confirma aquí como un autor dotado para la dirección de actores, los repartos corales y exhibidor de una implicación a la conmoción a la hora de radiografiar las heridas, los sueños rotos y las sensaciones más íntimas y profundas de todo un colectivo humano. Melodrama, por tanto, de textura contemporánea pero también de alma clásica que nos ofrecen un sólido retrato de expiaciones.
Sin embargo, pese a su tendencia a la sinceridad constante, no podríamos hablar de Mike Leigh como un cineasta simple, ya que no solo aborda temas comprometidos sino también una mirada hacia esa intimidad de unos personajes y sus contradictorias relaciones que tanto nos identifican y nos hacen recordar que el cine, aparte de una madriguera calentita de ficción y espectáculo, también se puede convertir en un espejo que nos devuelve proyecciones de nosotros mismos, obligándonos a la necesaria y consecuente introspección.