Es inaudito que muchos solo comenzáramos a oír hablar del veterano cineasta Yôji Yamada tras su aclamada trilogía del samurái formada por El ocaso del Samurái (2002), La espada oculta (2004) y Love and Honor (2006), cuando el director nipón tiene una extensísima carrera forjada a lo largo de casi medio siglo.
A nuestras carteleras llega ahora su penúltimo trabajo, Nagasaki: Recuerdos de mi hijo, Haha to kuraseba en su versión original.
La obra nos presenta a Nobuko, una mujer que perdió a su hijo Koji hace tres años tras el bombardeo nuclear de Nagasaki, donde ella misma ejercía de comadrona, y que parece estar atrapada en el dolor. Por lo tanto estamos en el Japón inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde la población se lanza con ahínco por construir el futuro y dejar atrás un tormentoso pasado. Ese Japón en reconstrucción que camina con paso firme en la modernidad, pero también lleno de mujeres viudas por la guerra, como la propia Machiko, prometida de Koji, y donde todo el mundo guarda para sus adentros la pérdida de un ser querido.
En el tercer aniversario del bombardeo a Nagakasi, saldado con cien mil muertos y otros millares de heridos, y tras volver de visitar la tumba de su hijo, Nabuko se encuentra en su propia casa al fallecido. Lo que sigue son diferentes encuentros fantasmales entre los protagonistas para hablar del presente y del pasado, hasta un final que resulta que debe ser entendido como la aceptación de la perdida desde el prisma de la fe cristiana.
Yamada huye desde el principio del dramatismo familiar más crudo, pero también más visto. Su visión, humanista, se apoya en la dulzura con la que trata a los personajes, salpicado con un humor tierno pero sin huir del drama. La dosificación de la historia nos termina por regalar una imagen lo más detallada posible de unos protagonistas llenos de aciertos y fallos con los que tienen que aprender a convivir.
Este cóctel de géneros —familiar, drama, comedia, fantástico— funciona a las mil maravillas en su primera parte, pero desgraciadamente la obra se atasca narrativamente en la segunda mitad, donde uno tiene la sensación que el cineasta intenta prolongar la llegada de la resolución caprichosamente, pero donde sobre todo el espectador acaba agotado con un mecanismo en la construcción de escenas que se hace repetitivo y que no aporta nada nuevo, salvo revelaciones del pasado, que si bien en un principio sirven para comprender las relaciones entre los personajes y como enganche ante las sorpresas reveladas, finalmente pierden bastante fuerza.
Construida con ternura, Yamada necesita de muy pocos elementos para sumergirnos en un tono onírico o de ensoñación que resulta el auténtico motor de la película. La historia se resuelve prácticamente en un único escenario, si bien en el prólogo, mostrado en blanco y negro, asistimos con nervio y tensión al fatídico 9 de Agosto de 1945, día del bombardeo nuclear por parte de los Estados Unidos sobre Nagasaki.
Un sincero homenaje a las víctimas de Nagasaki, desplazada por Hiroshima en la memoria colectiva sólo por el hecho de no haber sido la primera ciudad destruida por la bomba atómica, pero del que se cumplía el 70 aniversario cuando se estrenó la película, en el 2015.