La evolución del cineasta parisino —hijo de padres argelinos— es evidente después de ver su ópera prima en el largometraje: El harén de madame Osmane. La razón no es solo una realización sólida pero dubitativa en algunas escenas importantes del film. Tampoco el equilibrio de los elementos formales, técnicos y gramaticales, a los que saca partido con solvencia unida a cierta improvisación. El inconveniente que lastra la redondez del film comentado no es otro que una claridad expositiva algo confusa, opacidad que proviene de los hechos más locales de la historia que narra. Una exposición que vamos construyendo como espectadores según avanza el metraje y, sea por curiosidad, sea por nuestra necesidad de entendimiento, la completamos para comprender el argumento. Quizás no ayuda un contexto histórico que arranca en el año 1993, con la situación de guerra civil en Argelia que, como tantos conflictos civiles en diferentes países fuera del eje occidental, han sido pasto del olvido mediático, de las hemerotecas y divulgativo, aunque solo hayan pasado veinticinco años desde entonces. Tampoco ayudan las tradiciones sociales o religiosas que se nos escapan desde este lado del Mar Mediterráneo. Sin embargo, sí se puede hablar de un autor que trabaja escribiendo sus propios guiones y después los dirige, con unas constantes argumentales que siguen apareciendo en películas futuras.
Moknèche articula una cinta con una estructura diferenciada en tres partes o capítulos. A pesar de no sobreimprimir títulos que sirvan como enunciado para cada capítulo, un recurso literario fácil que se utiliza en muchas ocasiones desde los años noventa en el cine. Por fortuna, el realizador elude ese apoyo y logra separar con nitidez una media hora inicial en la que se presenta al grupo que convive en la casa de madame Osmane, una mujer madura luchadora en el pasado, por las libertades y derechos feministas, matriarca de un conjunto heterogéneo al que se añaden su hija, su nuera, la nieta y el personaje más particular de todos: Meriem, otra mujer cercana a los cincuenta años que ayuda en la casa, se hace cargo de la niña y tiene un pasado como cantante y actriz. Como parte de la familia, ella canta con su portentosa voz canciones tradicionales que sirven como contrapunto festivo o dramático a las escenas cumbre de cada secuencia.
Después hallamos extensa presentación que sienta las relaciones y conflictos latentes entre los vecinos del inmueble, con la peculiaridad de que los hombres no son desterrados del lugar, pero sí se manifiesta su inutilidad en la sucesión de hechos narrados. Los miembros del género masculino aparecen como vigilantes, conservadores, cobardes o portadores de malas noticias. Son un preludio del retraso que vendría después de la guerra civil argelina, sobre todo respecto al papel de las mujeres.
Así que tras esta introducción, las cinco féminas principales se visten con sus mejores vestidos para viajar en coche hasta un pueblo cercano a la costa. Este segundo capítulo, el más largo, desarrolla una boda en la que las mujeres celebran el rito separadas de sus compañeros masculinos. En esa fiesta es cuando se producen los enfrentamientos y conflictos más determinantes para el guión, en contraste con un escenario colorido, alegre, lleno de bailes que sirven como peleas o encuentros entre las presentes a la celebración.
Todo parece llevar a un desenlace que podría llamarse el regreso, capítulo en el que desembocan todos los sucesos anteriores, las tensiones y la urgencia por concluir la tragicomedia en drama a secas.
Lo mejor respecto a un largometraje como El harén de madame Osmane, son las virtudes que atesora su autor, con esa representación teatral del inicio que divide las escenas entre las tres plantas del edificio que habitan las mujeres, con el uso narrativo del ascenso y descenso por las escaleras, rodadas con picados y contrapicados expresivos, culminando en la azotea. Un comienzo que arranca por un depósito de agua averiado y un calentador que necesita un arreglo. Los aciertos visuales del planteamiento resultan más mecánicos en la secuencia de la boda, que titubea en el uso de cámara libre y cámara fija durante los bailes, o el plano y contraplano para las conversaciones. Esa cualidad audiovisual afloja su éxito en la conclusión, más empeñada en resolver la tragedia y cerrarla, que en dotarla de intensidad emocional.
Por estos factores se aprecia la evolución desde esta primera película hasta Lola Pater, la quinta, dieciocho años más tarde. En ambas Nadir Moknèche reincide en la importancia de la mujer como catalizadora del guión, mientras que los hombres son sujetos pasivos, al ser inanes para la acción. También ha mejorado notablemente la planificación, sobre todo en planos generales muy mal compuestos en este debut, que construye con expresividad y equilibrio en su obra más reciente. El uso de las canciones que entonan las mujeres dentro de la propia película resultan muy acertadas en el desarrollo de los acontecimientos, mientras que en su largo del 2017 se apoya en la partitura del compositor Pierre Bastaroli, de carácter más melódico. Música diegética frente a la extradiegética actual. Además de la sugerencia respecto a la situación bélica de fondo en Argelia, mostrada por los controles de carretera con militares.
Por supuesto hay un aspecto que caracteriza las dos obras, y tal vez el resto de su filmografía. La interpretación de Carmen Maura, secundada por un reparto muy competente. Ella da vida a una protagonista esencial —tanto como Fanny Ardant en Lola Pater— que conduce todas las escenas, implicaciones y giros de la historia. El precio a pagar es cierta esclavitud que se debe a la genialidad de las intérpretes, respecto a la puesta en escena, aunque por ello no dejen de ser unos productos interesantes.