Eloy de la Iglesia fabricó una de las filmografías más ricas del cine realizado en nuestras fronteras, alcanzando una popularidad inesperada a través del llamado «cine quinqui», con el que se convirtió en una especie de trovador de la realidad de la calle. Su retrato castizo de la marginalidad irritó, escandalizó y sedujo a partes iguales, en el dibujo de un plano urbano anexo a nuestra sociedad pero hipócritamente no reconocido por la mayor parte de la colectividad. Miedo a salir de noche, Navajeros, Colegas o El Pico, son unas claras muestras de ese subgénero que retrató sin concesiones las escabrosas contrariedades de la calle. Todas ellas mostraban el dibujo tumultuoso, abrupto y fragoso que de la Iglesia mostró de una problemática de la que muchos hacían oídos sordos, pero que el realizador vasco expuso sin concesiones con un espíritu intrínseco de transgresión, generando un resultado demasiado estremecedor para una gran parte del público.
Nadie Oyó Gritar, película rodada en el año 1973 y para la que contó con una pareja protagonista con la que ya había trabajado previamente, nos permite adentrarnos en la etapa fílmica menos conocida del realizador, donde titubeó con varios géneros siendo fiel al valor documental de su dibujo del drama social de la época y al excelente tratado del desarrollo psicológico de sus personajes, siempre dentro de un espíritu genuinamente de explotación. De estos primeros años podemos destacar a vuela pluma, a parte de la película reseñada, El Techo de Cristal, su primera incursión en el thriller con ciertos aires “hitchcocknianos” tras unos primeros films de temática más inocente; La Semana del Asesino, angustiosa y opresiva intriga ibérica por la que en Estados Unidos ven a de la Iglesia uno de los padrinos del gore; Una Gota de Sangre para Morir Amando, exploit descarado y confeso de la La Naranja Mecánica, pero con un planteamiento de los tintes psicológicos del thriller dignos de profundizar, dejando a un lado su altamente reconocido carácter de “exploit kubrickiano” por aquellos que se atreven a acercarse a ella.
Dentro de esta etapa del realizador, Nadie Oyó Gritar supuso la consagración del director en su concepción del thriller, siendo la última parte de esa trilogía (compuesta también por El Techo de Cristal y La Semana del Asesino) en la que pudo ir dibujando un estilo basado en la unión de varios géneros, clichés y planteamientos. Se conjunta el suspense con los tintes dramáticos y la intriga con ese retrato psicológico del personaje de una manera muy personal, lo que en años venideros se convertiría en la principal arma de su cine. El sufrimiento, la opresión del sentimiento y la dureza del contexto de la historia aprisionan anímicamente a muchos de los variopintos personajes que pasean por una realidad no tan ficticia como se quisiera. En Nadie Oyó Gritar ya está presente varias de estas constantes en un punto de ebullición que explotaría con la consagración formal del director en la siguiente década, donde estas características confluirían con un retrato de la sociedad dando con la clave del por qué el cine de de la Iglesia resulta tan escabroso y terroríficamente genuino.
Nadie Oyó Gritar tiene como protagonista a una bellísima Carmen Sevilla, en el papel de una prostituta cuya profesión es expuesta en la trama de una manera elegantemente ambigua (era aún el año 1973 y había que tener delicadeza con según que temas) que se ve envuelta casi por accidente en una historia de complicidad de asesinato de la mano de un Vicente Parra sometido al autoritarismo del carácter de su mujer, una breve pero imponente María Asquerino. La trama avanza con un ritmo sosegado y ágil dando una importancia relativa a la serie de acontecimientos que hacen avanzar la narración, donde se vislumbra el cómo las dificultades del entramado afectan de manera significativa a la evolución de los personajes. Esto permite que por momentos se nos olvide la consistencia de la intriga a favor de la exposición del desarrollo emocional de la pareja protagonista, donde vemos puntos comunes con otras obras del director. El desarrollo dramático de las relaciones, que al final acaban por robar protagonismo a la identidad genérica de la película, se acentúan aquí con el retrato castizo del romance, donde el director parece coquetear con una perspectiva melodramática pero desde un punto de vista bastante enmascarado, enseñando disimuladamente algunas connotaciones personales ya vistas anteriormente en su cine como los matices homoeróticos que de la Iglesia expone con el físico del personaje interpretado por Tony Isbert.
En una película donde el director aún no podía exponer un estilo bien definido, es inevitable pararse a analizar algunos de los referentes del film. En Nadie Oyó Gritar, su idea del thriller, desarrollo del suspense o entendimiento de la intriga parece beber, como ya se señaló previamente, de un espíritu claramente “hitchcockniano”. Del maestro del suspense de la Iglesia hereda y complementa a su manera la forma en la que los personajes se sienten cada vez más acorralados psicológicamente en la trama, con un sentimentalismo del que los tintes dramáticos se sienten netamente enriquecidos. También se ha querido ver a la película como uno de esos casos en los que la cinematografía popular española adaptó a su manera a los «gialli», thrillers transalpinos cada vez más reivindicados, siendo algunos de ellos también bastante deudores de Alfred Hitchcock. La confluencia de relaciones entre referentes sí que pueden llegar a entender a Nadie Oyó Gritar como uno de esos “gialli a la española” que surgieron en nuestra cinematografía a principios de los 70, aunque de una manera puramente trivial: la ausencia de una investigación policial y/o de un asesino enmascarado detrás de la víctima (aquí lo que persigue a los personajes es su propio conflicto moral) parece evitar el pensar que de la Iglesia haya querido imitar el género italiano para construir su película.
A nivel interpretativo cabe destacar a la pareja protagonista, con un Vicente Parra que en su segunda colaboración con el director ofrece un personaje tan diferente a sus registros habituales como ya ocurriría previamente con La Semana del Asesino: aquí, aunque su papel sea menos agradecido, Parra está contenido en su retrato frío de los tintes trágicos intrínsecos a su personaje, pero expresando con mucho estilo la carga cruenta de la historia. Carmen Sevilla, preciosa y quizá algo más recatada de lo que su personaje se pudiera aprovechar, cumple sobradamente en el peso que exige su papel en la trama. Quien ofrece una pequeña intervención pero muy reseñable es María Asquerino, quien pone a disposición su peculiar físico y gélida mirada en uno de los momentos estrella de la cinta.
Para concluir, señalar que Nadie Oyó Gritar ofrece una planificación de la escena prodigiosa en lo que al servicio de la trama se refiere. Sirva de ejemplo, el momento en el que una parada policial en la carretera pone en peligro los planes de la pareja protagonista (en una secuencia en la que se respira una tensión brutal sin recurrir a grandes alardes técnicos) o cada uno de los momentos del giro argumental del último acto de la cinta, donde se imprime un artificioso desenlace pero expuesto con mucha soltura. Nos encontramos ante una de las piedras angulares de los inicios de un director transgresor, atrevido y con un discurso honesto y realista. Un realizador que en la década de los 70 encontró en el thriller un campo de juego perfecto para desarrollar las futuras constantes de su cine, siendo Nadie Oyó Gritar una de esos films básicos para acercarse a la peculiar personalidad de un director que encontró en la auto-fidelidad una de sus más potentes armas.