Es evidente que Irán se encuentra ante un régimen teológico que se opone a muchos de los dogmas o ideologías que aceptamos y profesamos (como si fuesen naturales) en occidente y es importante subrayar esta mirada moral occidental (que no por ello es arbitraria) antes de hablar de My Worst Enemy porque una de las preguntas más importantes, relevantes y hasta en cierto punto paradójica (incluso meta-paradójica pues este mismo medio en el que escribo es occidental) que esboza la película es: ¿para quién es el cine combativo, revolucionario y transgresor que realizan cineastas como el que nos atañe? o casos famosos y ya conocidos como el de Jafar Panahi; ¿cuál es el/la fin(alidad) de una obra que cuestiona un régimen desde afuera y hacia afuera? Resulta evidente que, como señala Zar Amir-Ebrahimi (de moda por la valiosa Holy Spider), esta película es muy posible que nunca llegue a ningún espectador iraní, y esto no quiere decir que la cinta no pueda tener ningún impacto político; por supuesto, la presión internacional puede surtir efectos, pero esos efectos ¿a quién benefician? ¿o a quién buscan beneficiar? Porque ya es costumbre que las potencias occidentales ensalcen a los autores que cuestionan a sus naciones enemigas; autores como, por ejemplo, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, el chino Mo Yan o el ya mencionado Panahi. Cuestión interesante y que vale la pena que quede en el aire.
A grandes rasgos este documental es un inventario de preguntas porque su gracia está en la simulación del interrogatorio, y como todo buen interrogatorio habrá muchas preguntas incómodas, juegos de poder y fantasmas o espectros que se materializan en el rostro del verdugo… o verduga en este caso, pues la ya citada Zar Amir será la encargada de representar tal rol. Tras una introducción con unas cuantas entrevistas que contextualizan la realidad del realizador, así como de otros iraníes, pasamos al interrogatorio que ocupará prácticamente todo el metraje; como es previsible, al ser un interrogatorio simulado nunca estará al nivel de una situación real: siempre hay unos límites muy marcados tanto por lo que se puede filmar o no, como por lo que puede inclusive llegar a ser un delito, y más si tenemos en cuenta que nuestra interrogadora no es un matón violento e imponente; de hecho, si tuviese que comparar lo que sucede en la película, sería más cercano a juegos de BDSM o a un entrenamiento militar. En cuanto a lenguaje, el mismo es bastante intuitivo y espontáneo, ubicando los planos en el espacio en la medida que el camarógrafo se acomoda a los movimientos de los protagonistas; además, es clara la predominancia de una arquitectura europea en medio de un clima frío y gris.
A pesar de que en el ejercicio se echa en falta una apuesta quizás aún más radical (que subsane el espacio seguro en el que se mueve el realizador), la cinta logra generar algún que otro cuestionamiento sobre el papel del artista, sobre el ego depredador que muchas veces se esconde tras una impostura de compromiso político e incluso acerca de los deseos violentos y reprimidos que habitan en aquel que con anterioridad ha sido pisoteado. De hecho, con respecto a lo último, hay una revelación bastante dura de uno de los personajes que de manera valiosa desmitifica o al menos desnormaliza la posición de la víctima sumisa mostrando la oscuridad que puede surgir del dolor.
Al final queda más que claro que esta es una película realizada con cierta comodidad y que lastimosamente la realidad es a veces intraducible porque aunque un verdugo del régimen iraní viese lo que aquí se plantea a lo mejor ni lo entendería, pues su razón de ser y formas de interpretar el mundo obedecen a una lógica distinta, fundamentada en principios que nosotros tampoco somos capaces de reconocer.