Madre
Hay algo que no parece encajar en una película como My Thoughts are Silent, la ópera prima del director ucraniano Antonio Lukich. En realidad son muchas las cosas que parecen casi tan fuera de lugar como su espigado personaje principal, un joven veinteañero en búsqueda de su lugar en el mundo. O al menos no son lo que aparentan ser. Vadim (Andriy Lidagovskiy), el joven en cuestión, ni estudia ni trabaja más allá de alguna chapuza ocasional como técnico grabando sonidos para algún estudio. Emancipado en un pequeño apartamento en Kiev, sueña con salir de esa Ucrania siempre con un pie puesto en algún otro lugar de la Historia, e instalarse en el extranjero. Además, ha de someterse a una operación dental que, sorpresa, no puede costearse. Por esa misma razón, cuando surge la posibilidad de trabajar para un estudio de videojuegos canadiense grabando el canto de una especie de ave tan rara y única como la dolencia dental del protagonista, Vadim se agarra a ella como un clavo ardiendo.
Pero como cabría suponer en una película en la que nada es lo que parece, el ave en cuestión, una especie de inventado y endémico ánade azulón legendario de imposibles colores lilas y aspecto amargado, cuya presencia ha quedado reducida a un antiguo lago fronterizo situado cerca de la zona natal del joven protagonista, no es más que uno de los mecanismos (que no una simple excusa argumental) con el que Antonio Lukich pone en marcha esa otra película de la que parece querer hablar. La búsqueda lleva al joven a su pueblo natal y a un reencuentro con una familia desestructurada de la que prefiere mantenerse apartado, en un lugar anclado en lo rural y lo atávico del que Vadim rehúye. El viaje será compartido por una madre soltera que se gana la vida como taxista y que se alegra tanto por la oportunidad brindada a su hijo como temerosa se muestra a apartarlo de su lado.
En My Thoughts are Silent estamos, efectivamente, en los territorios y lugares comunes de la ‹road movie›. Y como (casi) toda ‹road movie› que se precie, el viaje exterior y físico de los roles protagónicos implica también un viaje interior de autodescubrimiento. En ese viaje con cierto aire naif, de un humor absurdo y dulzón que a veces parece situar la película en las latitudes del cine de Wes Anderson (aunque en las antípodas de su propuesta formal y planteamientos de puesta en escena), Vadim recorre esa otra Ucrania mientras graba los sonidos de la fauna salvaje ucraniana (en realidad, los de animales domésticos y las mascotas de familias o mujeres solitarias ávidas de contacto). Lo hace desde ese cierto patetismo que surge al confrontar la exagerada estatura del propio protagonista mientras persigue caballos, ovejas o avestruces. La antítesis burlesca de un naturalista de la BBC. Lukich construye el gag visual desde cierto hieratismo, el movimiento y el propio cuerpo del joven protagonista, como también filmando al personaje, junto a su madre, en contextos y espacios ajenos casi exclusivamente reservados para la tercera edad.
El viaje de madre e hijo en la búsqueda de un ave imposible, acaba revelando la fragilidad de unos personajes que se desmoronan y se revelan en toda su fragilidad mientras la comedia y el drama basculan fluidamente. A pesar del patetismo, Lukich se muestra lo suficientemente hábil y humilde como para no caer nunca en la caricatura fácil ni en la ridiculización de sus personajes principales. Como tampoco ridiculiza esa Ucrania rural de la que tanto reniega Vadim, más bien al contrario. My Thoughts are Silent, efectivamente, expone en imágenes a un personaje hermético emocionalmente, ante una madre tratada y filmada con una devoción casi religiosa. Nada raro para una película dedicada a las madres. Como todas las ‹road movies›, es al final del viaje cuando todo parece terminar encajando. Es entonces, en una iglesia donde un coro canta a capela una esperpéntica versión del Viva Forever de las Spice Girls con todo el significado del mundo, cuando aquel extraño prólogo situado en la Edad Media acaba por cobrar sentido: el milagro que esperaban dos monjes incrédulos y escépticos ante las palabras de un buhonero se acaba materializando de forma casi imperceptible pero mágica en estos tiempos de ensañamiento.