De gestos y contextos
Resulta cuando menos curioso que mientras que On Falling, el debut en el largometraje de la cineasta portuguesa Laura Carreira, no tiene fecha de estreno programada en España —pese a haberse alzado con la Concha de plata a la mejor dirección en la pasada edición del Festival de San Sebastián—, Muy lejos, la ópera prima de Gerard Oms, esté recibiendo una cantidad irracional de halagos por parte de cierto sector de la crítica. Y es curioso porque, pese a que ambas cintas tienen puntos de partida narrativos similares y, en apariencia, indagan en aspectos análogos de la realidad, a la hora de la verdad no pueden ser más distintas. Lo que las diferencia es la forma de mirar de sus responsables: la meticulosa precisión con que Carreira compone y sostiene cada uno de los largos planos que componen su película deja en evidencia el populismo efectista que define la puesta en escena diseñada por Oms.
Y es que Muy lejos es una película tan bien intencionada como fallida en todos y cada uno de sus aspectos, debido a los excesivos esfuerzos que el director le dedica a la cuestionable tarea de adocenar su propio relato, de acariciar la superficie de los espacios y situaciones que retrata para evitar que las asperezas y oscuridades de su interior contaminen unas imágenes teñidas desde el inicio por una esperanza impostada que no hace sino subrayar su excesivo sentimentalismo. Oms quiere hacer cine social, pero sus imágenes están cargadas de una condescendencia que deja en evidencia su negativa a construir personajes matizados por miedo a darle la espalda a aquellos espectadores que sólo quieren establecer vínculos emocionales con sujetos puros y prístinos que nunca se enfadan, ni gritan, ni se equivocan, y que gustan de mirar por encima del hombro a personajes en situaciones de opresión para poder presumir de que sienten empatía por los más desfavorecidos. La película busca ser lejía para las malas conciencias y, por ello, se olvida de indagar en el mundo por el que se mueve su protagonista. Oms convierte la realidad en un decorado inerte y la cámara en un armario de clichés y, en consecuencia, su película no pasa de ser un encadenado de lugares comunes que recogen los peores ecos del cine de Ken Loach para sublimarlos.
El cineasta decide articular la narración desde un centro externo dentro de cuyo diámetro tienen, por fuerza, que caber —o hacinarse— el resto de temas que forman parte de las coordenadas espaciales y temporales en las que se enmarca la película. Dicho centro no es otro que un cuerpo, el de su protagonista, que organiza la composición de los encuadres, pero que, al mismo tiempo, flota por los lugares que transita, se desliza por conversaciones, trabajos precarios, habitaciones pequeñas, y nunca llega a dialogar con un tiempo histórico concreto, la crisis del 2007, ni con un lugar, Holanda, que funcionan como anclajes contextuales antes que como una realidad viva que condiciona sus movimientos. Muy lejos no es una indagación en dicha realidad, sino un viaje programado y preconcebido cuyo punto de llegada, cuyo cierre discursivo, ya estaba impuesto antes siquiera del inicio del metraje. De ahí que el protagonista y el mundo operen en planos distintos, pero paralelos, que ofrecen una ilusión de cohesión: por un lado, está el personaje interpretado por Mario Casas; y, por otro, unas circunstancias sociales en las que el director no pretende adentrarse. No hay, por tanto, un tratamiento fílmico del espacio ni de los factores que lo definen, pero tampoco de los cuerpos y sus acciones. Dichas ausencias se hacen patentes tanto en las múltiples secuencias en las que Oms coloca la cámara detrás del protagonista mientras camina o recorre en bicicleta las calles de Utrecht, aquí convertidas en un inexpresivo amasijo de edificios, como en las que le filma en planos cortos e inestables mientras juega al fútbol, imposibilitando, mediante la velocidad con que se suceden los cortes de montaje y la estrechez del tamaño de los encuadres, que el placer que le produce la fisicidad del deporte se manifieste a través de los matices gestuales de la totalidad de su cuerpo.
El director se dedica a ilustrar un guion plagado de lugares comunes en el que todo está al servicio de un protagonista cuyo conflicto interno tampoco tiene un desarrollo orgánico. Oms mercantiliza la explotación laboral y el sufrimiento de los migrantes que trabajan en Europa y que son perseguidos y criminalizados por unos Estados que se niegan a regularizarlos, puesto que no sólo evita retratar con hondura dichas problemáticas, sino que las utiliza como pulsos dramáticos con los que hace avanzar un relato lastrado por su falta de consistencia narrativa. Además, la elección de un actor de recursos tan limitados como Mario Casas para interpretar a un protagonista que está en el centro de todos y cada uno de los planos de la película impide que el espectador establezca el tan ansiado vínculo emocional con su personaje, dado que en las secuencias de mayor intensidad —que, para no resultar melodramáticas, requieren de una gran contención— lo que el actor ofrece es sobreactuación, y en las que se construyen con silencios y miradas no consigue hilvanar con sutileza los gestos requeridos.