Decir que el cine independiente se ha convertido en un cliché puede resultar como mínimo atrevido. Sin embargo hay indicios de que algo así ha sucedido. No se trata tanto del cómo ni del qué. Se trata del enfoque, de la mirada, de la forma de abordar una serie de problemáticas argumentales que solían estar ‹off mainstream›. La combinación de ambos elementos, posiblemente condicionados por un presupuesto más reducido, conseguían un efecto que muchas veces, con todo lo que bueno y lo malo que pudiera aportar el talento individual, se tornaba en frescura, en la idea de poder ver, incluso palpar unas situaciones diferentes a lo que el circuito comercial nos ofrecía.
Este efecto parece diluirse en tanto que el indie parece haber entrado en una dinámica de realización formulaica, de film plantilla, por así decirlo. Junto a ello el hándicap de que muchos de sus temas preferidos, entendidos como una mirada más íntima a ciertas alteridades sociales, también ha sido parcialmente adoptada por el cine comercial. El resultado de todo ello lo podemos ejemplarizar en un debut como el de Vuk Lungulov-Klotz en Mutt. Una película que cumple de alguna manera con todo lo esperado en temática, tono y plasmación visual. Que esto sea algo positivo o negativo es donde se encuentra la principal problemática.
Y es que por momentos uno siente que estamos ante un producto que ofrece respuestas correctas a preguntas equivocadas. No es que la idea esté mal, de hecho el planteamiento (casi) episódico de lo que vendría a ser una mini odisea de 24 horas tiene su punto de originalidad. El tema está en que el tono nunca encuentra su equilibrio. Cierto es que intenta balancearse entre el drama existencial y un punto de humor negro fruto del propio desquicie que sufre su protagonista, pero en todo momento se siente como premeditado y, lo peor, superficial.
Mutt no acaba nunca de profundizar en nada, se queda en la superficie de los problemas de identidad de género, de los dramas familiares, de la propia jornada en sí. Todo es un reflejo del protagonista, Feña, una combinación de tensión y delicadeza que nunca acaban de mezclar bien y se alternan a trompicones. No parece que la trama fluya sino que lo que acaece es porque es necesario para el guión. La naturalidad pues, a pesar de sus esforzadas interpretaciones, brilla por su ausencia.
No es que estemos ante una mala película. De hecho cumple al dedillo lo que se supone que es una ópera prima del cine independiente. Pero justamente por eso nos quedamos con la sensación de una corrección sin riesgo, de juego sobre seguro que más bien aporta poco tanto en lo que quiere exponer (y denunciar en su subtexto) como en la manera en que lo traslada a la pantalla. Poco pues se puede reprochar al mismo tiempo que poco se puede alabar como hecho diferencial. Si acaso se atisba, en lo positivo, una buena dirección de actores y, en lo negativo, un escaso riesgo que hace que una película que podría haber sido peliaguda acabe siendo “peliaguada”.