Dark Meat City, páramo de la desolación y otro de tantos escenarios inflexibles donde sobrevivir el día a día puede ser la mayor de tus aspiraciones. Un lugar que podría remitirnos a cualquier barrio indómito de la Washington más suburbial, pero en manos de esta insobornable ola de cineastas cuya animación comprende la violencia más como una marca de estilo que como una herramienta se propone como la dimensión perfecta para trazar una suerte de ambiente post-apocalíptico que en realidad ni lo es, ni lo fomenta.
En ese sentido, el trabajo de los debutantes Shoujirou Nishimi —quien hasta ahora sólo había trabajado en films episódicos— y Guillaume Renard —autor de la novela gráfica original— se acerca a la espiral de animación adulta que nos regaló la década pasada films como Dead Leaves o Aachi & Ssipak —de hecho, surge de una productora (Studio 4ºC) con inquietudes distintas reflejadas en títulos como Mind Game o Tekkonkinkreet—, y precisamente de ese terreno emerge la edificación de un microcosmos que se expande más allá del propio espacio articular de Mutafukaz —esa Dark Meat City sin la que sería difícil comprender el tono del film—: busca en el diseño y planteamiento un carácter azuzador, capaz de (re)formular las constantes de un género que necesita de tanto en tanto soplos de aire fresco —por su dinamismo, músculo narrativo y forma de restar gravedad— como el que proporciona esta ópera prima.
Mutafukaz, que más allá de su construcción espacial —mimada, por cierto, por una animación de escenarios ricos en detalles, que cobran vida propia por sí solos— alude a componentes que refuerzan ese ambiente creado por los cineastas —desde protagonistas a villanos, pasando por la génesis de su personaje central o por esos barrocos enfrentamientos propuestos—, se descubre así como una cinta que gira en torno a aquello que precisamente hace diferencial el cine de animación: el descubrimiento de un universo que precisamente se puede expandir hasta donde la imaginación llega por su falta de complejos al abordar unos límites que se antojan inexistentes gracias a las posibilidades que ofrece el mismo medio.
Con una potente animación que desarrolla desde esa desmedida violencia a algún que otro pasaje de extraño lirismo —siempre a través de la decadencia y caos presentes en el periplo de su protagonista— y es capaz de sumir el mundo creado en una particular mezcla de humor, acción e incluso una sci-fi de lo más particular, la mayor virtud de Mutafukaz consiste en saber desenvolver el esqueleto central de su relato con cierta imaginación, evitando así que la cinta entre en un bucle indefinido donde ese carácter que la convierte en diferencial —su desmedida y marcada condición violenta— bien pudiera engullir el resto del conjunto sin dejar siquiera rastro de algunos de sus manifiestos rasgos distintivos. El hecho de bordear la naturaleza de un personaje cuyo relato —tanto pasado como futuro— define sus rasgos, unos rasgos sin duda —y sólo en parte— consolidados en la idiosincrasia del film, no desactiva unas cualidades que, al fin y al cabo, son las que terminan llevando Mutafukaz un paso más allá: al revelar a su protagonista como un ente que va más lejos de las características del particular microcosmos suscitado, y es capaz de transformar sus reflexiones e inquietudes en una tan insólita como contenida emoción.
Mutafukaz se impone así como una cinta que rebasa sus propias pretensiones —y, por ende, aquello que podría devenir en limitación—: no se queda en el mero gamberrismo y convulsión discursiva que podría ofrecer un producto de sus propiedades, sino además desarrolla a la perfección tanto una idea como un mundo —y sus respectivos personajes, en especial Angelino— que expanden en mucho más de lo imaginable una crónica que pasa de resultar distintiva por los ingredientes que maneja, a tan creativa, intensa y poderosa como el cine desarrollado por Nishimi y Renard lo requiere.
Larga vida a la nueva carne.