No es Jem Cohen uno de esos cineastas que se prodiguen en exceso en el terreno del largometraje de ficción, y es que siempre ha estado más ligado al formato del cortometraje o del documental, este último en el que destacan piezas como Instrument, que giraba en torno a la banda Fugazi, o Benjamin Smoke, sobre el músico que daba título al film. Por ello, resulta necesario en cierto modo conocer cual ha sido la necesidad por la que ha decidido trasladarse con esta Museum Hours de nuevo a un ámbito donde en 2004 sorprendiera con esa Chain protagonizada por Miho Nikaido.
Si bien es cierto que su premisa central nos sitúa en un museo de arte de Viena, donde uno de los guardias del museo y una mujer que ha llegado al país para cuidar a una prima suya en estado de coma, con la simple y peculiar disposición escogida para dotar de un marco a la acción, Cohen parece advertir que Museum Hours no es tanto el periplo de esos dos personajes solitarios, ya bien entrados en los 50, sino más bien un pretexto para abordar otra temática que precisamente fija ese entorno.
La inmersión de los protagonistas en ese escenario concreto traslada lo cotidiano, la visión más llana y personal a un lugar abordado generalmente por reflexiones prescritas, y traza exactamente el camino inverso cada vez que los encuentros se suceden en otro lugar: ahí, lo común y diario toma formas que parecen más emparentadas con una definición artística que con algo que sí resulta marcadamente corriente. Con ello, el cineasta establece así la base de un discurso latente que en sus primeras capas apenas queda definido; no es hasta más avanzado el film cuando el espectador cae en la cuenta de hacía donde se dirigían los pasos del director.
Ello no lastra un primer tercio donde el cine de Cohen se muestra lúcido e intenso, hecho que se debe en gran parte gracias a la acertadísima elección de sus dos intérpretes centrales. Tanto Mary Margaret O’Hara, habitual en pequeñas producciones y cortometrajes, como el sorprendente debut de Bobby Sommer, definen el tono inicial de una obra que encuentra en la voz del actor un anclaje que marca la comunión perfecta entre imágenes y narración emergiendo como una de las claves del film, llevándolo casi en volandas durante sus primeros compases.
A partir de ese momento, el autor de Instrument enarbola una reflexión sobre el arte que bien podría retrotraernos al ejercicio ejecutado por Jim Jarmusch en la excelente Los límites del control, no tanto por temática —si bien ambas nos hablan sobre márgenes en ese universo retratado, las concepciones difieren a nivel discursivo— sino por unas formas que trasladan las propuestas a un terreno completamente autoral, donde el esqueleto de la exposición no sigue una narrativa lineal definida, y la imagen se erige como un tótem conceptual más que como mero atavío del fondo de la obra.
Es precisamente esa herramienta básica la que dota de un significado particular a Museum Hours, tanto en la superposición de fotogramas como en esos juegos donde sonido e imagen prácticamente transfiguran aquello que percibimos —por ejemplo, en ese recorrido por el museo con la respiración de una persona comatosa de fondo—. Ello nos acerca a una visión, la de Cohen, que aboca toda declaración artística a un estrato mucho más mundano, más terrenal, negando así la perspectiva inherente al juicio más versado, y rechaza ese proselitismo que parece rodear cualquier expresión artística, sea del tipo que sea.
No es de extrañar que con el fundido a negro aparezca un cartelón donde el Museo de Historia del Arte de Viena se desvincule de cualquier opinión vertida en el film de Cohen, pues haciendo a un lado disertaciones menores que aparecen a lo largo de Museum Hours como que el arte debería ser accesible sin previo pago, lo nuevo del estadounidense resulta un mazazo en toda regla a una concepción artística que ya parece globalizada, y en la que las opiniones son esclavas de una minoría que no atiende a razones, fundadas o no.
Es con toda probabilidad esa percepción desnaturalizada y fría lo que lleva a Cohen a equiparar el arte con cualquier expresión que podamos encontrar en cualquier lugar. Es, de hecho, a través de su montaje, donde vuelve a proponer una variación un tanto subversiva: el encadenado mediante la partida de un vagón de metro une un cuadro del museo y unos carteles empapelados en la propia estación. Todo ello hace de Museum Hours un film que propone algo más que una exploración en torno a los límites del arte, y una de las citas imprescindibles del pasado año.
Larga vida a la nueva carne.