El ingenio que insuflan las musas siempre ha sido la necesidad del artista para llorar su falta de inspiración. Escribir sobre musas es el más difícil todavía que unos pocos se atreven a afrontar, como un intento saldar una deuda que no saben que nunca desaparecerá.
José Carlos Somoza quiso formar su propia visión de la musa (una oscura y elocuente, dominante de la palabra escrita) en su novela La dama número trece. Los caprichos de otros autores encerraron esta obra en el cajón desastre del guionista hasta llegar al momento idóneo para Jaume Balagueró, ese en el que estuviera inspirado y libre para llevar al cine esta cuenta pendiente. Lo que es una oportunidad para devolver a la vida las musas de Somoza, es un forzado intento cinematográfico por sacarle todo el jugo a la obra. Porque siempre pasa, se estira, se adapta, se entreteje una base que nunca convence a lectores puristas, y muchas veces deja humo en sus personajes que no permite empatizar completamente a los desconocedores del original.
Musa tiene un hándicap inicial, y es que con facilidad se le encuentra similitudes con otros importantes thrillers que surgieron con las paranoias escritas por Dan Brown. Con la obra de Somoza la comparación es en realidad casual, ambas novelas (“esa otra” novela en concreto que no pienso mencionar) se editaron el mismo año, pero desde 2003 se ha aprovechado el tirón de la investigación de hechos aparentemente sobrenaturales, en ocasiones religiosos, como una cuenta atrás donde las pistas siempre son pequeños giros sorprendentes y vitales para un gran final. Y debo incidir en lo de aprovechar el interés del público, pues no es novedosa esta estructura en las películas de intriga.
De esto bebe directamente Musa, con una oscura ambientación gracias a las calles del Edimburgo de hoy, sus caserones y la poesía oculta en los hechos que investiga su protagonista, Samuel un profesor de literatura que comienza a sufrir unas pesadillas recurrentes, como inicio de una carrera por descubrir la muerte, por salvar inconscientemente la vida junto a la extraña con la que comparte visión pero no metodología, Rachel.
Entre los encuentros fortuitos y los distintos elementos que van acrecentando el ritmo de esta intensa búsqueda nos sumergimos en una especie de realidad paralela, uno en la que cualquiera toma por su mano la divinidad de la justicia para que libremente los protagonistas consigan encontrar una verdad con la que alimentar nuestras dudas.
El gran problema no es reconocer la historia, es sentir que no está aprovechada la figura de la musa. Aunque para la película las trece damas quedaron en siete, son personajes que, pese a que la importancia de su presencia en el relato es máxima, no ejercen su fuerza visual, quedando como siete sombras que aparecen de vez en cuando en pantalla, rompiendo el romanticismo de las palabras que se supone manipulan, haciendo blandos siete personajes por los que muchos estábamos en el cine. Y siete son muchos. Aunque se les pueda imprimir un mismo fondo, no podemos olvidar que su nombre crea la película, y no son capaces de grabar en la retina su esencia. Se echa en falta el riesgo, o tal vez siete no es un número suficientemente maldito como para despertar temor.
Pero al mismo tiempo tiene ese punto de reencuentro con el Jaume Balagueró que jugaba en sus primeras películas con la tensión de los secretos bien conservados y la oscuridad en la que los sumergía, algo que ya nos conquistó en películas como Los sin nombre o con la que atmosféricamente tantas similitudes comparte, Darkness, donde el terror tan bien acompañaba las intuitivas indagaciones de Anna Paquin. Musa convive con el recuerdo y la corrección, y resulta interesante para despegarse de problemas propios y pasar un rato captando datos para intentar descubrir un final propio, pero arrastra un letargo que no consigue impactar, porque vemos cómo escribe sus propios versos, pero no hay un verdadero interés por volver a recitarlos. Disfrutable, sí, pero efímera.