Murtaza cuenta la historia de un anciano de nombre homónimo cuya vida transcurre de forma apacible vive en un pueblo con su esposa invidente. Las labores de ambos se centran en la recogida de albaricoques en los campos que rodean su parcela y en echar una mano con la organización de las bodas de la región en la restauración del evento. Tanto su hijo mayor como su hija viven en Estambul desde hace tiempo y no tienen demasiadas noticias suyas, su esposa recuerda constantemente el afecto de sus nietos a los que, metafóricamente, es incapaz de ver. La exposición de la mujer anciana a un entorno hostil externo provoca que Murtaza haya establecido una zona segura para ambos en su territorio de cuyos límites le tiene prohibido salir, resguardándola de todo mal aunque al mismo tiempo privándola de todo contacto con la realidad. Esta falsa protección se pone en duda cuando el hombre recibe una llamada de la ciudad que le informa del grave estado de salud en que se halla su hija. Ante el miedo de revelarle el accidente a su esposa, Murtaza parte a Estambul al encuentro de la hija mas el esfuerzo es en vano ya que, al llegar, le informan de su prematura muerte. Sobre este condicionante, desvelado en forma de dictamen por el personal del hospital sin que lleguemos a ver el cuerpo inerte de la mujer, pivota el dramatismo del largometraje. El resguardo del anciano matrimonio en su casa aislada de todo mal se convierte en un encarcelamiento cuando Murtaza, a su vuelta de Estambul, es incapaz de contarle a su esposa el grave suceso acaecido, sumiéndola no sólo en una ceguera física sino también en una sentimental, impidiéndola guardar el luto debido por su única hija.
En la película que supone el debut del cineasta turco Özgür Sevimli hay ecos constantes de aquel que se postula como mentor espiritual en sus primeros pasos tras la cámara, Nuri Bilge Ceylan, de quien Sevimli ha sido asistente de dirección en dos de sus últimos largometrajes, Sueño de invierno y Érase una vez en Anatolia, apartándose del más reciente, recientemente en competición en Cannes, para enfocarse en la creación de su ópera prima. Al igual que en la cinematografía de Ceylan, Sevimli presta una magna atención a todo aquello que define el contexto de la trama a nivel del entorno y que, en la cinematografía oriental, suele estar definido por el paisaje. Los áridos campos turcos que rodean la aldea del protagonista no sólo proyectan una perspectiva reposada del conflicto narrativo que, pese a su dureza, se desarrolla lentamente sin grandes giros ni cambios, al igual que tampoco cambia el paisaje día tras día, sino que definen también un estado de ánimo, un carácter y una visión reposada y madura de las cosas, que es en definitiva la extrapolación del interior de Murtaza. Sobre esto último el poster de la película marca una preciosa alegoría al mostrar a la mujer anciana y ciega recostada entre unas colinas que parecen cubrirla como un manto, como si formase parte de ellas, mientras el marido contempla la escena paciente desde la parte inferior del marco. En la primera secuencia del film, que podría interpretarse como un preludio del tiempo narrativo, conocemos a esta mujer, de nombre Sabure, en una estancia semi-oscura que un único rayo de luz atraviesa del quicio de la ventana a la cama de ella. Pese a que es incapaz de localizar el haz, percibe su calidez y estira su brazo hasta ser atravesado por él. Seguidamente, Sabure deja la habitación y sale al exterior de la casa, donde extiende los brazos para sentir la suave brisa sobre su piel. Es de hecho el personaje de la anciana la personificación de esa ceguera de las emociones a la cual el cineasta parece querer aludir cuando constantemente reniega el protagonismo de la mujer turca o la coloca en una posición alusiva. La hija enferma jamás será mostrada en pantalla y únicamente conoceremos su salud y paradero a través de llamadas telefónicas cuyo remitente es un anciano que poco puede hacer por ella más allá de dejarse llevar por una intuición que, inevitablemente, conduce a la muerte.