Al termino de un film como el nuevo de Isaki Lacuesta uno puede extraer varias conclusiones. Conclusiones que no necesariamente tienen porque estar sujetas al texto de este nuevo film del cineasta catalán, pero no obstante certifican que tras una obra como Murieron por encima de sus posibilidades reside algo más que la intención de realizar una gamberrada entre amiguetes, y no, tampoco hablamos de un discurso que podrá resultar más o menos acertado, pero es ineludible por mucho que Lacuesta parezca coordinar sus esfuerzos en más de una dirección. Hablo, en definitiva, de poner en duda los planteamientos, estructuras y alegatos de un cine, el cine político-social que se viene realizando en este país desde hace años, incapaz de mirar ya no con perspectiva, sino con humor, mala baba y, por qué no, algo de ligereza, cuestiones que por mucho que nos atañan y puedan formar parte de nuestro día a día, han quedado encalladas ante las pretensiones tanto dramáticas como discursivas de un cine sin capacidad para generar alternativas.
No es que por ello Lacuesta apunte directamente a ese cine anquilosado, incapaz de reaccionar o responder por lo general ante situaciones capaces incluso de rebasar la propia ficción. No hay atisbo de crítica al respecto, aunque sí se pueda percibir un tono ciertamente satírico, ya no con la situación vivida, sino a través de la exposición de las mismas. Es ese el único modo de comprender en esencia esos flashbacks insertados que nos hablan del origen de los cinco protagonistas del film, y lo hacen en un tono y formas acordes con lo propuesto: del deje sarcástico al humor de trazo grueso pasando por el exceso en las formas —destaca ese abuso y reiteración en el empleo de la banda sonora— y, como no, la exageración implícita en cada uno de los relatos. Como si ese estrato social, más que ir en consonancia con el resto del film, debiese sustraer la naturaleza de la acción y enfatizar sus rasgos al límite para contraponerlos a lo que en realidad deberían ser. Negar, en definitiva, sus propiedades, y caricaturizar todo atisbo de veracidad para armar así una suerte de vodevil extravagante y grotesco como medio central de expresión.
Si bien es cierto que para todo ello el cineasta alude a un cine casposo, ese cine donde no existe el término medio, lo hace con una premeditación que, como es obvio, no sirve ni mucho menos para justificar todas sus decisiones, pero forja con habilidad un marco idóneo para retratar nuestro país y su propia condición, como si de un espejo deformado, pero al fin y al cabo fidedigno —no tan alejado del lenguaje por el que opta una sociedad que en ocasiones parece de una extraña dimensión, sino también todos los encargados de que ésta funcione como ellos desean— se tratara. Para establecer, en definitiva, un retrato extremo, sí, pero proyector de en lo que se ha transformado este país. Así, la controversia que desprende un film como este en optar por esa resolución formal —que ni la acerca, ni lo pretende, a otras estampas del panorama patrio como el Airbag de Juanma Bajo Ulloa—, más allá de sus momentos de brillantez —como ese magnífico discurso de Raúl Arévalo sobre el movimiento 15M o los personjes de Brendemühl y Lennie—, atiende a un sentido que quizá hace de esta Murieron por encima de sus posibilidades una experiencia errante, desequilibrada y tronada, pero que tiene también la gallardía de emprender un ejercicio donde lucidez y ridículo se abrazan sin complejos con un solo objetivo: exponer desde un prisma único y demencial aquello que prácticamente se había transformado en un ‹déjà vu› para el espectador.
Larga vida a la nueva carne.