La gente se agolpa alrededor de un centro comercial en lo que parecen ser unas grandes rebajas; pronto, el espectador descubre que, en efecto, nos encontramos ante uno de esos procesos en los que el consumidor no pasa de ser una mercancía más, un bien expuesto, cómo no, al alcance de los medios, en una carrera descabellada (y en ropa interior) por bien quien se lleva antes un televisor último modelo. Unas imágenes cuanto menos punzantes, que denotan un claro contraste con la realidad del pequeño pueblo en que se desarrollará la acción: arraigado a la tradición —ya no por las constantes idas y venidas al santuario al que se asemeja esa iglesia, también al confesionario en el que limpiar los pecados—, e incluso producto de una fe desviada en torno a la mastodóntica estampa de un Cristo gigantesco; una estampa a la que Jacek, aficionado al metal, de larga melena, cazadora tejana con parches de Metallica y no pocos tatuajes, se acerca como cualquier otro trabajador, no en vano es uno de los encargados de levantar la gigantesca construcción. Pero no por llevar una vida corriente en una comunidad rodeada por la naturaleza, Jacek es uno más, algo que se encargan de corroborar sus propios familiares cuando, en una cena de fin de año, le desean que empiece a vestir como es debido y se corte el pelo. No obstante, el personaje que compone Malgorzata Szumowska se conforma más como un espíritu independiente aventurado a su propia realidad, que como alguien acomplejado por las miradas que pueda percibir por parte de su entorno. Algo que, por otro lado, confirma su sana relación con Dagmara, y unas escapadas que dotan de la perspectiva enérgica necesaria al film, estableciendo una concepción que reubica el contexto mostrado en Mug partiendo de imágenes distintivas, proclama de un estado que se entremezcla con el costumbrismo del lugar. En ese sentido, el personaje que concibe la cineasta polaca huye de anteriores construcciones suyas —como, por ejemplo, el protagonista de Amarás al prójimo, también ambientada en una pequeña aldea— cuya autoimposición derivaba en situaciones incómodas reflejo de una soledad patente.
Todo cambiará, no obstante y de la manera más paradójica posible, tras una caída al interior de la cabeza del Cristo en el que trabaja. Pero lejos de atisbar un cambio radical, lo que se presentará ante Jacek es algo parecido a una oportunidad: mientras el estado le niega cualquier tipo de ayuda por minusvalía pese a su situación, esta le arrojará en un mundo de fama baladí donde las cámaras, imbuidas por su nuevo aspecto físico, parecen ser un inconmensurable aliado. De este modo, y si bien algunos de los vínculos que sostiene dentro del pueblo continuarán la senda trazada —antes por su apariencia, ahora por su nuevo “rostro”, metáfora al fin y al cabo de una sociedad empujada e inhibida por estímulos superfluos—, el protagonista encontrará un renovado abanico emocional en el que moverse: desde el propiciado por la extraña notoriedad que conlleva el hecho de su trasplante de cara y su transformada imagen, como por el cambio brusco que tendrá su relación con Dagmara.
Szumowska aprovecha el contexto creado para trazar una crítica espoleada precisamente por las características de este, y lo hace en una de sus obras más ambiciosas con respecto a lo formal, destacando en especial su labor fotográfica, que funciona desde ese particular trabajo focal, su destacada iluminación y un cromatismo que sabe exprimir al máximo el relato y obtener pasajes de tono bien diferenciado que no hacen sino respaldar la singular andanza de Jacek. Pero, lejos de lo esperado a juzgar por su tramo inicial, Mug no logra consolidar esa visión en ocasiones corrosiva —a destacar la escena del “exorcismo”, mediante la que además Szumowska demuestra tener la capacidad de mutar el carácter del film—, que se siente desplazada por una estructura cuyos episodios van otorgando forma a la cinta, pero en los que no se deja entrever una cohesión necesaria para establecer las vicisitudes de este nuevo periplo del protagonista. Su gran virtud, componer un mosaico expositivo acerca de los pormenores de una fe repleta de intereses, que incluso halla analogía en el medio televisivo de la manera más irónica posible —en esa conversación entre Jacek, su hermana y el capellán sobre la colecta—, no termina de encontrar, pues, la correspondencia necesaria pese a contemplar una percepción bastante sugerente de lo expuesto. Con ello, cabe destacar también que el discurso armado por la autora de Cuerpo no compromete nunca un relato consecuente en todo momento, que en especial respira a través de su personaje central, encontrando un fiel espejo —ya insinuado con anterioridad— en su último plano ante esas cabezas inclinadas hacia el cielo en busca de una estatua de proporciones ridículamente absurdas.
Larga vida a la nueva carne.