Una voz tonta que dice «muere, monstruo» y también dice «muere».
Me produce cierto rechazo esto de la comparativa cinéfila, pero de mis escasos escarceos con el fantástico de la América de habla hispana, a Muere, monstruo, muere la encuentro varada entre dos películas distintivas mexicanas (vaya cosas, siendo argentina) cuyo fulgor duró apenas un instante. Una la recuerdo por su pomposidad narrativa, Tenemos la carne era pura provocación formal y grafista, que separaba opiniones como quien reparte bofetadas. Al otro lado destaca La región salvaje con la que Amat Escalante se adentraba en la tierra más recóndita para abrazarse a la metáfora, aunque resultase igualmente fiel a lo tangible. Lo que propone Alejandro Fadel no tiene nada que ver, pero se enfanga en unos mismos estímulos a la hora de explicarse, con resultados totalmente inesperados.
Diremos que Muere, monstruo, muere, con su propia identidad, es una balada triste que se regocija con su aspecto —y es remarcable que se trata solo de una apariencia— de thriller rural. La muerte nos mira a la cara en sus primeros compases, casi quieres sujetar esa cabeza para que no ruede entre la maleza que conforma el irregular suelo, porque estamos viendo a una mujer agonizante que da paso a hombres de aspecto recio y bruto que deben resolver el significado de su muerte. Como quien refuerza la belleza con poemas de estructura imposible y rima asonante, cada personaje —de voluble carácter y difícil empatía— muestra un aspecto peculiar y feísta, siempre representativo de la suciedad atípica que se asocia a las zonas rurales y que tan bien abriga cada concepto que inspira el relato. Parece que esos rostros imperfectos, sudorosos y agrios repliquen por sí solos las verdades más oscuras que se nos quieren relatar, mientras nos hacen pensar, así lejanamente, en que su fachada es una réplica de sus almas tormentosas.
Pero no es cierto que el suspense recreado en poblados andinos sea el verdadero interés de su director (y guionista). Fadel se empeña en ensanchar su mirada en todas direcciones, para concretar con cada uno de sus personajes una pequeña historia que alimente la disociación general del film. Hay dos hombres contrarios pero unidos por un gusto común sobre los que se enfoca nuestra mirada. El primero es el pirado, que va retorciendo la palabra con todo lo que regurgita mediante una verborrea inalcanzable, el posible culpable de estos hechos que se convierten en crimen. El segundo es la ley, Cruz —para nada baladí la elección de su nombre—, que maneja retorcidos bailes frente a espejos que devuelven una imagen igualmente desfigurada, atendiendo a los hechos que le rodean y plasmando su ideario simétrico, tan ajeno a su propia imagen, en un libro cualquiera. Dos hombres a los que indisimuladamente les une algo tan elemental como una mujer, y que, uno de palabra y otro de imagen, intentan ofrecer un apoteósico resultado. Alguien quería en todo momento unir palabra e imagen, era un tormento que al parecer solo nos iba a dar respuestas al final de la película, unas que pasan por la imaginería de quien lo ve todo, y no tanto por lo que sucede en pantalla.
Muere, monstruo, muere es una película de elementos que enturbian una posible línea única argumental. Es una obra de seres solitarios que engarzan con otros para complicar más si cabe la situación. Pese a centrarse en un ambiente rústico, a Fadel esto solo le sirve para apostar por un sosiego sepulcral que ralentice este proceso, porque con cierta parsimonia, a este enfermizo relato sobre el bien y el mal, va dosificando sus puntos álgidos para cualquier cosa. Para un humor desenfadado —repite el capitán de la policía eso de «llama a la científica» para después gritar él mismo «¡científica!»—, para el bestiario dogmático religioso falsamente entendido, para procesos alucinatorios —eventualmente juega con luces artificiales en medio del bosque, haciendo protagonistas ruidos poco habituales para el entorno como el que proclaman los motoristas, a modo de antesala de lo que uno cree un monstruo recluido entre la vegetación—, o para momentos de pura investigación policial. Tanto estímulo posiblemente no busque un único objetivo, pero puede que sí exista una voz que impere en Muere, monstruo, muere:
Algo quiere insinuar, o puede que su obsesión sea gritarlo con fuerza, pero aquí los monstruos siempre son hombres y las víctimas mujeres.
Reducir el discurso a mínimos nos lleva a pensar que las grandes expectativas del film están totalmente comprometidas con el humo y la palabrería para adornar lo básico que resulta el deseo y lo fagocitaria que es la relación entre el hombre y la mujer. Simplemente sexo. Tal vez ratificar la posible existencia de un monstruo no era necesario para justificar los airados derroteros que elige su director, pero es su uso de la imagen y la palabra lo que le define como artista. Uno un poco complicado y disperso, pero con cierto punto de atracción ante colmillos, babas, miserables y muerte.