Godard decía que el cine es la memoria de las imágenes, pues el cine, aun en su faceta ficcional realiza impresiones del momento histórico; detrás de sus imposturas se encuentran realidades sociales y culturales que persisten de manera accidental dentro del celuloide, es por ello que revisar el material fílmico que nos precede puede ser más que un ejercicio de pasión cinéfila un acto de reconstrucción histórica y de entender el tránsito entre momentos, en este caso el desarrollo de Colombia en la primera mitad del siglo XX.
Luis Ospina y Atehortúa plantean el pasado a través de una nueva ficción, tomando los recortes y retazos de películas que se realizaron entre 1922 y 1937, aprovechándose de ellas para contar la historia de amor entre Efrain y Alicia, dos amantes de familias acomodadas que verán cómo sus pasiones se ven constantemente interrumpidas por todo tipo de sucesos, algunos de los cuales son de los más importantes de la Historia de la nación tales como la separación de Panamá o el gran incendio de Bogotá. En cuanto a la narración, se busca la verosimilitud en el modo de expresión propio del cine mudo, sin diálogos pero con intertítulos y con música de orquesta que acompaña las diferentes escenas y variaciones emocionales en la trama. Quizás aquello que actúa como elemento de ruptura en diferentes momentos es el diseño sonoro, pues este trata de recomponer el ambiente de las calles de la capital Colombiana así como de los montes, trochas, ríos y demás paisajes por los que transita la historia; vale la pena resaltar este detalle en especial en la escena del incendio de la ciudad donde el poder de la llama es tan grande se antoja tan grande, con una fuerza inconmensurable y sobrecogedora, que pareciera que llega a devorar el mismo celuloide.
Al ser una película que está compuesta de narrativas del principio del siglo pasado y que trata de ceñirse a estos patrones, se puede hacer pesada para el espectador que solo esté acostumbrado a un cine más moderno, por ende se requiere una cierta apertura y un esfuerzo extra de concentración sin que esto llegue a ser excesivo, pues a través de los juegos y la experimentación con el material resulta más ameno y novedoso el acercamiento a la obra. En este sentido, la propuesta sugiere que quizás es necesario radicalizar, jugar o incluso re-ficcionalizar lo ya expuesto para que las nuevas generaciones puedan aproximarse a ello sin que se vuelva tan tedioso teniendo en cuenta las barreras culturales y temporales.
Quizás más allá de la cuestión nacional lo que va a calar en los espectadores es el contraste entre épocas, cosas que para el pasado eran comunes a los ojos actuales asombran, sin importar su nimiedad; por ejemplo, ver a niños vistiendo trajes de señor que con frecuencia les quedan grandes (posiblemente porque se diseñaban para que duraran años), o los combates de boxeo improvisados en barcos en medio del sudor y la selva. Y es que hay cosas que las ficciones que reconstruyen la historia nunca han podido replicar, y es el humor de ese tiempo ajeno, de ese periodo que por mas libros de historia que se consulten es difícil de replicar en sus modos de ser, en las conductas naturalizadas por sus habitantes.
Por último, la cinta también opera como carta de amor a la gestación de este arte que dominó el siglo XX y que aún impera en nuestros días, pues es costumbre focalizar los inicios del cine en Europa o en USA, pero el cine también dio sus primeros pasos en las demás latitudes y su morfología fue moldeada en ellas a través de la experimentación y el jugueteo con ese aparato mágico devorador de memorias y padre de misterios y sueños. Mudos testigos es, en definitiva, un film que entre sus diversas apuestas tiene mucho por ofrecer.