En los años ochenta el cine japonés, fuera del ámbito del anime, se encontraba atravesando uno de esos baches de inspiración que de vez en cuando aparecen en las cinematografías más potentes del universo fílmico. A diferencia de los años que abarcaron desde los treinta a los setenta, en los cuales el número de obras maestras amanecidas en el lejano oriente resulta incontable e incontestable, en los ochenta esta proporción se redujo drásticamente en comparación con las décadas anteriormente mencionadas. No obstante, si sabemos bucear e investigar en detalle la amplia y diversa gama de películas que llevan estampado el sello made in Japan, podemos hallar más de una obra maestra producida en la denominada por muchos como la peor década de la historia del cine. Este es el caso de la magnética, profunda y nostálgica cinta nipona que es la sensacional Muddy river, magistral ópera prima del cineasta Kôhei Oguri que adaptaba a su vez una novela sospecho que de tintes claramente autobiográficos escrita por Teru Miyamoto.
La cinta ostenta una serie de aspectos formales y de fondo que sencillamente me cautivan y me emocionan. En primer lugar el uso de una irreal e inspiradora fotografía en blanco y negro de tono muy luminoso y moderno que huye del tono cromático oscuro y sombrío de los grandes melodramas japoneses ambientados en la época de la post-guerra. En segundo lugar se encuentra el hecho de situar el hilo conductor de la trama precisamente en esa época: la era de post-guerra padecida en el Japón derrotado en la II Guerra Mundial. Algunas de mis películas favoritas japonesas poseen el mismo nicho escénico de Muddy River tales como las Ozunianas Memorias de un inquilino y Una gallina en el viento o las Kurosawianas El perro rabioso y El ángel ebrio. Y es que la cinta que estamos reseñando comparte con estas magnas obras esa atmósfera deprimente y gris repleta de personajes que representan la depresión y el patetismo del perdedor que todo hace indicar fue el ambiente dominante en el Japón de mediados de los cuarenta.
Finalmente, el punto que más me llega, el cual creo que poco a poco se ha llegado a convertir en la temática cinematográfica que más me fascina, es sin duda apostar por retratar ese cosmos triste desde la mirada de un niño que recorre un doloroso viaje en el que su inocencia resultará destruida al enfrentarse con la cruda realidad que supone el despertar de la madurez en plena infancia vital. En ese sentido podemos comparar Muddy river con películas tan soberbias como por ejemplo la mítica película francesa dirigida por René Clement Juegos prohibidos o la cinta americana dirigida por el austriaco Fred Zinnemann Los ángeles perdidos.
¿Cuáles son los lugares comunes que presenta Muddy river con esa obra imperecedera del cine que es Juegos prohibidos? Para mi sin lugar a dudas el viaje de doble dirección experimentado por el protagonista infantil de estas obras. Puesto que a diferencia de los itinerarios descritos en buena parte de los films que apoyan su esqueleto argumental en la pérdida de la inocencia en los cuales solo hay un billete de ida, sin posibilidad de retorno (trayecto que recorre los caminos desde la infancia hasta el descubrimiento de la madurez) en este dúo de obras maestras los personajes infantiles habitan en un principio el territorio de la madurez más profunda y desesperada para reintegrarse posteriormente y durante un breve espacio de tiempo al universo de la niñez e inocencia al compartir travesuras con otros infantes de su edad. Sin embargo, un hecho impactante e inesperado inducirá de nuevo a la destrucción de este intervalo de florecimiento de la candidez para un protagonista infantil que se verá abocado a una vida repleta de preguntas en las que la respuesta se ha obtenido en un lapso vital anticipado.
La película cuenta la historia del pequeño Nobuo (desde su punto de vista y perspectivas), un chaval de unos diez años que vive junto a su atormentado padre y su feliz e ingenua madre, los cuales regentan un restaurante especializado en servir sopas de fideos situado en las orillas de un inmenso río. Nobuo es un niño solitario que únicamente se relaciona con los clientes del establecimiento familiar observando a su vez con curiosidad la extraña relación mantenida por sus progenitores: el padre (Shinpei) es un veterano de la guerra que se lamenta y avergüenza por haber sobrevivido a la misma, el cual además es mayor que su pareja actual y madre de Nobuo (Sadako) a la que se unió tras haberla dejado encinta, abandonando de este modo Shinpei a su inicial esposa, una enfermiza mujer que fue incapaz de engendrar un hijo junto a él. La triste y decadente existencia de Nobuo dará un vuelco de 180 grados en el momento en que conoce a Kichi, un travieso niño de su misma edad que malvive en una vetusta casa flotante anclada en la orilla opuesta del río sita a la altura del restaurante de sus padres, junto con su hermana Ginko y la misteriosa madre de ambos, una mujer poseedora de una hermosa y enigmática voz que fascinará al pequeño Nobuo, a la cual en primera instancia no veremos físicamente (al igual que Nobuo), siendo la voz el único rasgo que dará muestra de su presencia en el hogar flotante.
La presencia de estos dos nuevos compañeros de aventuras despertará la mirada infantil de Nobuo, desaparecida hasta ese momento. Así tanto Kichi como Ginko, dos niños huérfanos de padre que debido al carácter enfermizo que hace presuponer el encierro de su progenitora en una habitación ejercen las labores de manutención y cuidado del hogar como si de dos adultos se tratasen, visitarán cada noche la casa de Nobuo para compartir juegos, nostálgicas canciones y trucos de magia con Nobuo y sus padres, devolviendo así a la casa familiar las sonrisas ausentes durante los duros años de trabajo y post-guerra. Al mismo tiempo se intensificará el influjo y hechizo exhibido por Nobuo tras contemplar la serena belleza que se esconde detrás de la voz de la madre de Kichi, la cual se convertirá en una especie de diosa objeto de veneración platónica por parte del pequeño Nobuo. Sin embargo, después de que Nobuo y Kichi regresen una noche a la casa flotante tras haber acudido a una fiesta popular celebrada en el pueblo, un hecho impactante e inesperado provocará el re-descubrimiento del desencanto adulto en la tierna mirada del bisoño Nobuo.
La película es una auténtica delicia que se saborea a fuego lento que exhibe el conmovedor aroma de ese cine profundo y magnético que deja poso en el alma del espectador. El ritmo con el que Oguri dota a su obra no decae en ningún momento de modo que la trama siempre se mueve hacia adelante sin que las pausas ni las reflexiones intrascendentes hallen un sitio en el que reposar. Son innumerables las escenas que quedan marcadas a fuego en la memoria. Por enumerar las que más me impactaron destaco la secuencia inicial en la que tras una simpática conversación mantenida por los padres de Nobuo con un cliente del restaurante y ex-soldado que lleva la marca en su oreja de la ferocidad de los combates cursados en la Gran Guerra, un malvado designio del destino ocasionará la muerte de este amable personaje por aplastamiento con su propia herramienta de trabajo (un coche de caballos), escena que podríamos calificar como una especie de metáfora de la autodestrucción de los cimientos tradicionales presente en la sociedad japonesa de post-guerra en aras de la modernidad y la influencia occidental. Otra escena que me fascina es sin duda la que provocará el retorno a la madurez del bondadoso Nobuo, sazonada en sus momentos previos por los inquietantes juegos de Kichi, el cual se divertirá quemando a unos inocentes e indefensos cangrejos (otra extraordinaria alegoría en la que los cangrejos adoptan metafóricamente el rostro del pequeño Nobuo, el cual acto seguido despertará a la cruda realidad al igual que los pobres cangrejos).
Es fácilmente identificable el carácter autobiográfico que ostenta esta bellísima obra de arte. El esbozo que ciertas escenas poseen un marcado carácter documental que únicamente resulta factible imaginar desde la propia vivencia nostálgica en el pasado. Por ejemplo, la escena en la que Nobuo y Kichi intentarán asomar la cabeza furtivamente por la ventana de un restaurante que está retransmitiendo por televisión el campeonato del mundo de sumo posee un talante marcadamente personal, así como la maravillosa escena nocturna ambientada en el festival del pueblo en el que veremos compartir juegos y pícaras chiquillerías a los dos niños protagonistas.
Me encanta también la serenidad con la que Oguri retrata la pesadumbre que oprime el temperamento del desconsolado Shinpei así como el descarnado dibujo efectuado por el cineasta nipón de una sociedad demolida y por consiguiente sumida en una profunda y humillante congoja que impide, pese a los intentos de hallarla por parte fundamentalmente de la optimista Sadako, que la felicidad brote en el ambiente. Este ambiente gélido y gris junto al excelso retrato de hurto de la infancia, conduce a Muddy river a la cohabitación en idénticas estancias cromáticas que esa obra maestra cada vez más conocida y justamente aclamada que es Los niños del paraíso de Hiroshi Shimizu.
Sin duda nos hallamos ante uno de los principales monumentos del cine japonés de los ochenta y una de las cintas más emotivas y poderosas surgidas ese año. De hecho, esta magnífica cinta estuvo nominada al Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa de 1981 y a su vez está considerada por la crítica cinematográfica del país del Sol Naciente como una de las cien mejores películas de su país. Espero que esta humilde reseña anime a un mayor número de cinéfilos a descubrir un film que seguramente se convertirá tras su visualización en una de esas películas que permanecerán indelebles en la memoria colectiva para el resto de los siglos.
Todo modo de amor al cine.