Mudar la piel, película de Ana Schulz y Cristóbal Fernández que pasó por la última edición del Festival de Locarno, se suma a esa tirada de cineastas españoles que hacen uso del ingenio para jugar con las posibilidades del cine y de la imagen. Es así como, desde esta posición de riesgo que huye de una zona de confort tan masificada por los directores de escuela que habitualmente nos toca tragar y digerir por la Península, la pareja de artistas toman como punto de apoyo una fotografía y el placer de la búsqueda por la propia búsqueda para desplegar a partir de ahí una serie de elementos que, en términos dialécticos, irán produciendo una serie de contradicciones que, sin necesidad de tener que resolverlas —la insistencia exagerada y exasperante de Ana, supongo que irónica claro, es una muestra del absurdo que supone el querer cerrar las cuestiones que uno se plantea en lugar de aceptar el misterio del sentimiento humano y de tomar lo incomprensible como incomprensible, de preguntar y después callar (posición que mantiene a lo largo de la obra Juan, padre de la directora y protagonista de la cinta, cuando defiende que no sabe por qué siente necesidad de mantener la amistad con la persona que lo traicionó, pero que por ello mismo la mantiene, porque no lo sabe)—, irán dando lugar a determinados saltos y giros que dejarán debajo de ellos y entre medias una serie de puntos negros y vacíos de significado. Pero el significado y las cosas justificadas nos la pelan.
En este sentido, Ana Schulz y Cristóbal Fernández comienzan llamando la atención sobre el espectador a los pocos minutos al enseñar una fotografía que muestra a dos personas: Juan, padre de la directora y antiguo mediador entre el gobierno y ETA, aparece limpio y nítido en primer plano, reflejo este de un discurso claro y llano; y a Roberto, espía del CNI que se aprovechó de la amistad de Juan para conseguir información, y al que se ve completamente desenfocado (de hecho, nunca le conoceremos más allá de la representación que un actor hace de lo que, suponemos, son sus dejes, sus manías y la réplica de la manifestación de los conflictos que los cineastas hayan podido captar durante sus entrevistas). A partir de aquí comenzará un juego de presencia y ocultamiento que transitará por terrenos que van del típico documento casero para la familia a un recorrido por la historia turbia de aquellas décadas, pasando por una intriga artificiosa, pero que da mucho juego y que encima es desarrollada de una manera muy inteligente, que es apoyada en esa búsqueda viciosa de estos autores que devienen personajes, en espías que persiguen al espía. Un batiburrillo de contenidos, de elementos y de formas, este que nos dejan aquí Ana Schulz y Cristóbal Fernández, que es articulado con eficacia y de manera elegante, haciéndonos ver que no es condición necesaria hacer aspavientos exagerados y apología del barullo y el embrollo desmedido cuando uno se mete en esto de dar bandazos de la ficción al documento, de la naturalidad al gesto artificioso o de la fotografía de familia y el documento de archivo a la secuencia pensada y planificada durante el proyecto; sino que más bien la calidad y la grandeza residen en la manera de gestar narraciones con ritmos, contenidos y formas paralelas. Estos dos cineastas se habrán tirado cinco años para afinar con tino, pero el resultado creo que es, de manera obvia y sin lugar a réplica, una obra digna, pura, con misterio y con gracia.