En realidad, se me hace algo difícil explicar qué es exactamente lo que convierte este trabajo en una pieza de museo irrepetible. Empecemos por decir que Muchos hijos, un mono y un castillo me produjo una extraña mezcla de sensaciones, y todas ellas muy agradables. Frescura, comicidad, veracidad, seriedad, informalidad. Un viaje por senderos completamente desconocidos, guarnecidos por el placer de quien es consciente de su descenso a la locura. Esta sensación se debe, en gran parte, al hecho de que el director se sirva del humor como guía principal del recorrido; un humor que a su vez convive con cierta nostalgia no menos importante. Algo parecido a un caótico bombardeo de emociones que no impiden al producto gozar de una uniformidad envidiable. A pesar de que su atracción principal es su alto contenido de ideas disparatadas. El caso es que el pulso firme con que Gustavo Salmerón dirige su ópera prima consigue conducir al espectador hasta el final del laberinto sin incidentes.
Tres rasgos destacan por encima del resto. El histriónico carácter de Julieta es, sin duda, el más llamativo. Octogenaria al borde de la obesidad, parlanchina sin freno y repleta de contradicciones. Heredera, además, de unos bienes inesperados que le permitieron satisfacer su tercera necesidad vital: poseer un castillo (relea el título de la película quien desee conocer los otros dos). Aferrada a la convicción de que el mejor acto preventivo ante una posible sepultura prematura es la aplicación de un objeto puntiagudo a su trasero (pues en el caso de estar viva, chillaría). Sin olvidar el tenedor que descansa en su mesita de noche, que en realidad es un palo desplegable, mediante el cual Julieta despierta a su marido cada vez que sus ronquidos devienen un “ruido irregular”. El segundo rasgo, que casi deriva del primero, es la comicidad. No sólo por el carácter de dicho personaje, sino también por las surrealistas situaciones en que constantemente se encuentra la familia. Sin ir más lejos, el hilo argumental se resume en la necesidad repentina por parte del director de encontrar un par de vértebras de su abuela, que Julieta (su madre), asegura guardar en algún escondrijo del castillo.
El tercer rasgo llamativo es el contraste, un concepto que acompaña la película de principio a fin. Su manifestación más evidente reside en la ironía de descubrir a una familia de formas claramente “sencillas” habitando una estancia de características tan rematadamente clasistas. Pero también se encuentra en otras partes, como por ejemplo en la naturalidad con que Salmerón hace convivir la grandilocuencia con el intimismo: el director logra transmitir una fuerte sensación de inmensidad al tiempo que mantiene el foco en la vida privada de su familia. O en el ya mencionado carácter contradictorio de Julieta, tan capaz de reivindicar con orgullo su participación en el partido de la falange como de condenar tajantemente el pronunciamiento de 1936 (todo ello sentenciado mediante una suerte de filtro que mezcla ingenuidad y desvergüenza). O también, ya puestos, en el hecho de que un caso en apariencia de características tan banales, como es la historia de la familia de Gustavo Salmerón, acabe convirtiéndose una película de tan honda profundidad.