Morlaix (Jaime Rosales)

La llegada de un joven parisino a la ciudad de Morlaix trastocará los planes de Gwen, una joven lugareña que deberá confrontar una nueva fase donde tanto los sentimientos como las decisiones se agolpan en un trance vital muy propio de la adolescencia. No es para nada casual que Rosales dirija su mirada a una etapa repleta de cambios donde la reflexión, el constante diálogo, son parte de la misma por el modo de percibir y explorar cada nueva eventualidad; una idea que es reforzada a través de esas largas, estimulantes e incluso por momentos farragosas conversaciones que sostienen los amigos de Gwen en diversos momentos, como suceda durante el debate que se produce tras el visionado de Morlaix, un film que conforma un reflejo.

En una secuencia repleta de intercambios y disparidades, Rosales logra hacer reverberar uno de los puntos clave de su nuevo trabajo, donde cada iteración, por pequeña que sea, revelada a través del parecer de sus distintos personajes, confiere un sentido distinto tanto a las imágenes como a las palabras: un hecho que evidencia mediante dicha proyección, y que se traslada a la realidad, entremezclando una ficción siempre percibida desde el propio prisma, que el espectador descubrirá como parte del relato o como respuesta a un anhelo y mirada que otorgan la posibilidad a sus personajes de abrirse en canal.

No obstante, no es tanto el diálogo aquello que trasciende, y es que Jaime Rosales se ha mostrado como un cineasta habitualmente anclado en la imagen, de la que sustrae lo que terminará por dar forma y sentido al relato en un tan certero como luminoso acto final. No por ello desprecia el diálogo, que dota de un mayor calado a la discursiva del film; más bien al contrario, y consciente de que es el mejor modo en que sus personajes puedan exteriorizar todo aquello que les causa una cierta inquietud, lo refuerza mediante extensas secuencias que se dilatan en busca de algo más que una respuesta.

Esa naturalidad, que el cineasta recoge en el intercambio de pareceres que se produce dentro del grupo de amigos y compañeros, queda vulnerada en parte por una serie de decisiones formales que, pudiendo matizar el conjunto, lo opacan en parte por su concepción; comprendiendo, pues, esa decisión de recurrir al blanco y negro como una manera de concebir y afrontar la pérdida; la permuta del formato como constatación del fundido entre “realidad” y “ficción”; y la presencia de esas fotos fijas que van asomando durante la narración como la representación de lo fugaz de cada instante, en ocasiones se desliza una sensación de artificio que, sin ser tal, socava las posibilidades de un film que no siempre fluye como debería.

Morlaix construye, sin embargo y pese a sus imperfecciones, un mosaico donde el recuerdo, la memoria, el peso de nuestras acciones y la volatilidad de nuestros deseos articulan un eje discursivo que en realidad no se siente como tal, especialmente gracias a una secuencia final desde la que Rosales no sólo logra hacernos reflexionar acerca del sentido y valor de las imágenes del film, también dota de una emoción que se despliega con una facilidad inusitada en un film donde quizá la forma y su entendimiento sean lo de menos: aquello que sobresale es la capacidad por releer desde una perspectiva propia lo que nos rodea, sea ficción o realidad, pudiendo reformular los visos de una imagen que nunca será la misma, y siempre penderá de la experiencia que nos marca y moldea a cada paso que damos.

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