Fernando Franco retrata con esta última película el proceso de muerte de un joven, llevando siempre toda acción y toda lucha, así como también toda falta de ganas, por los cauces de la angustia, del vértigo y del taponamiento. Si tenemos en cuenta que en el último año han surgido varias películas que reflejan, desde diferentes puntos de vista y estilos muy diversos, este acontecimiento del «morir» que va desde el diagnóstico (desde que te hacen consciente de ello) hasta la caída total y absoluta, uno puede llegar a pensar: bueno, vale, se trata de un problema fundamental y que nos estrangula día y noche el pensamiento, de manera que sí, habrá que abordarlo desde todos los palos y formas. Es decir, que está muy bien y resulta muy rico tener por un lado la teatralidad de La muerte de Luis XIV de Albert Serra, y el por el otro lado la crudeza realista de Mrs. Fang de Wang Bing, para que venga Fernando Franco a completarla con esa visión que abarca los entresijos de la pareja y sus vaivenes durante la bajada. Pero la cosa se pone turbia cuando recuerdas que apenas hará dos meses en el festival de cine de tu pueblo proyectaron la multipremiada en el pasado Festival de Málaga No sé decir adiós de Lino Escalera y, tras darte cuenta de que elementos como el no saber cómo llevar la despedida haciendo hincapié en el comprensible hartazgo progresivo del personaje femenino y en el obvio mal carácter del enfermo masculino; como los fundidos a negro bien marcados que funcionan de elipsis que se dirige a un tiempo que no va a ser mejor; o como la decisión de no mostrar al público al muerto —además de que juraría que en la de Lino Escalera también aparecía un bingo—, no puedes no pensar que ese tópico de que a los directores de escuela les cortan de raíz la originalidad para convertirlos en un mero artesano es una verdad como un templo. No sé qué proyecto fue ideado primero, y me importa todavía menos precisamente porque no hablo de copia de estos puntos comunes, pero se hace evidente de una manera preocupante que a nivel de resultados exhibidos, ya sea en salas o en Festivales, se está manifestando con insistencia la materialización de una ausencia de creatividad que se está respaldando con un manejo técnico y actoral muy potentes. La crítica y el público parecen haber llegado a un acuerdo que consiste en sacrificar la inteligencia y el gusto refinado, pero será cuestión de tiempo que entre los huecos que se dejan ya ver en ese desmoronamiento de crítica-público-creador, causa de su propia mediocridad, dejen espacio para que puedan pasar las nuevas maneras de hacer que están por llegar de manos de mentes que están todavía silenciadas entre el barullo y la algarabía de la multitud que se expresa en bruto y a voces y que habla por hablar.
Pero volviendo de nuevo a la película en sí, puede decirse que Fernando Franco decide centrarse en el hermetismo que se desarrolla de manera frecuente alrededor de la persona enferma, consistiendo en este caso concreto en la huida de la sociedad por parte de una pareja. Es en el despliegue de esta nueva cotidianeidad de ventanas cerradas, mal humor y olor a muerte donde comienza un curso paralelo a las fases de la enfermedad y que no es otro que el de los altos y los bajos de un amor que deja de ser bien puro para volverse más obligación y entonces a partir de ahí, si bien sin intentar reconstruirlo todo, al menos sí decidir mantener una relación cordial y estable que quede al margen de las subidas y bajadas consecuencia de la enfermedad. Y así, poniendo en escena de manera mesurada estos y otros temas, como el sacrificio del cuidador y del cuidado, Fernando Franco sitúa al espectador durante cien minutos duros ante el no saber reaccionar al sufrimiento inútil.