Dana se refugia en un taxi. El conductor le cobrará quinientos lei por llevarla en el vehículo durante toda la noche. Los dos desconocidos mantendrán conversaciones banales, algunas confusiones y llegaran a las confesiones sin tener el taxímetro en marcha. Mientras tanto Arthur, el marido de la pasajera, acude a una cita con otro hombre. Son otros dos desconocidos que lucharán dialécticamente por proteger su intimidad aunque no su deseo sexual. Al amanecer, el matrimonio se despierta en la misma cama, comienza un nuevo día para la pareja. Los dos acudirán juntos a un bautizo. Después visitarán a la abuela de Arthur. Al regreso, solo serán dos extraños que languidecerán, igual que su historia de amor al ocaso.
En el año 2015 Marius Olteanu era un director con experiencia dilatada en la ejecución de spots publicitarios. También como ayudante de dirección para largometrajes, Sieranevada o Pulse entre otros. Con tres cortometrajes ya rodados en su filmografía, escribe y dirige entonces Scor alb que, traducido al español significa literalmente “puntaje en blanco”, una expresión equivalente a la bajada de bandera del taxímetro. La pieza, de veinticinco minutos, es un ensayo muy similar a la primera parte de Monstri., su ópera prima en el largo. Ahí se narra el transcurso de una noche durante la que Dana, una mujer ensimismada y temerosa de volver a casa, deambula en automóvil con un taxista joven, arrogante e impetuoso. Los dos personajes van deshojando unas personalidades más complejas e incluso cimienta una historia de afecto cercana al amor. A ellos se añaden otros personajes como los vecinos, amigos y la tía que, amplían la duración de la propuesta en apenas seis escenarios y algo menos de diez secuencias de ritmo sostenido, observación en los detalles, además de un trabajo en la trastienda vital, o las relación anterior de diez años del matrimonio, que se sugiere en diálogos, gestos y miradas.
Porque la baza más importante como recurso expresivo en la película es la mirada, no solo la que proviene de cada personaje o rostros de los intérpretes, sino la que canaliza el director rumano a partir del paso de ventana de proyección tan peculiar. Un formato encuadrado casi en 16 mm., establecido con más altura que anchura en el rectángulo visual, sin llegar a la fea proporción de las imágenes captadas en dispositivos móviles. Manteniendo unas líneas de dirección verticales, paralelas que constriñen la individualidad de cada protagonista en sus pensamientos y acciones. Un trabajo fotográfico elaborado con armonía cromática de los decorados, fondos, vestuario y atrezo. Iluminado por tonalidades metálicas, frías, cálidas o anaranjadas según la sensación y sentimientos que matizan las secuencias. Un formato de pantalla que se abre o comprime en la tercera parte, el clímax, con una opción arriesgada de incomodidad aparente en el inicio, sobre todo visto en pantallas grandes, pero dotando de fuerza emocional a la imagen.
El cineasta rumano logra un film sólido como primer trabajo en largo, un drama costumbrista sin salidas melodramáticas ni recursos lacrimógenos o trágicos. Confía la fuerza del metraje en apenas cuatro personajes principales que son capaces de motivar cariño, comprensión. O la desaprobación en el caso del amante maduro de Arthur. Deslizando apuntes racistas de la sociedad rumana hacia la población gitana. Así como la importancia de la iglesia ortodoxa en aquel pueblo. Sumando todos los elementos técnicos y emotivos, como pueden ser varias canciones diegéticas que se escuchan en las radios de los coches o las casas. Compone una historia de amor —tal vez perfecta— desde el contradictorio momento de la ruptura. Una sucesión de primeros planos o encuadres cercanos captados en perfiles, escorzos o tomados a espaldas de los actores en dos tercios del metraje, que dan paso a sus rostros y cuerpos en total frontalidad cuando ya son familiares al espectador y, tal vez, cuando más lejos se hallan el uno del otro.