Confrontar la sobriedad de la duración
La reciente edición del festival de San Sebastián acogió una de las películas más turbadoras del año cinéfilo. Cristi Puiu, en este último trabajo monolítico, metódico e inflexible, se enfrenta al peligroso desafío de mantener el nivel y el tono tras una primera secuencia asombrosa, ejecutada a través del plano secuencia. Al contrario de lo que pueda parecer, el empleo de este recurso no está regido por ningún impulso fetichista de la técnica, sino por la necesidad auténtica de interrogar a dos personajes femeninos en una sesión de terapia. A Puiu le mueven verdaderas pulsiones estéticas, algo que lleva demostrando desde la escalofriante Aurora, que sigue la pista de un asesino desde la rudeza de la escritura, el automatismo gestual y la gelidez de la puesta en escena. MMXX es un filme pretendidamente descompensado, pero que por momentos trasciende exitosamente su propia dramaturgia. Su retórica muta poco a poco para desenvolver una crueldad latente, un horror en fuera de campo y siempre en doloroso silencio. Lo que en un comienzo parece que derive hacia una comedia incisiva, se transforma en una radiografía indirecta de los impulsos más animales del hombre.
Con Malmkrog, el cineasta rumano traducía en imágenes y en palabras lo que se podría bautizar como la tradición del pensamiento occidental que lamenta la crisis de la racionalidad, y también establecía correspondencias entre el dudoso estado de la Europa contemporánea con la de hace cien años. Por su parte, MMXX, aún más consciente y fiel a su retórica, se constituye como un golpe que nos reembolsa nuestra realidad traumática más reciente. Se gesta una película de personajes íntima, endogámica, algo tensa, singular, que deja la pandemia en una incómoda alteridad que se asocia con nuestro miedo al exterior. La inteligencia del filme consiste en evidenciar que lo peligroso está en el interior, en los lugares más insospechados, naturales e higienizados. En ese sentido, tras su incursión filosófica en un castillo burgués de Transilvania, puede decirse que Puiu retoma la semilla costumbrista de Sieranevada, película planteada en clave de comedia dramática y ubicada poco después del atentado de Charlie Hebdo.
La fecunda tradición de Shoah, que hayan podido retomar Wang Bing o Joshua Oppenheimer, este último desde el lado ejecutor, ve ciertas resonancias en este ejercicio cinematográfico personal e intransferible. Hay una dureza mineral en los planos de Puiu, un deseo de filmar lo real en su forma más cruda, fría y mundana. En su estrategia convive un edificio ficcional que se cuece lentamente y también un aroma de ‹cinéma vérité› difícil de encontrar en el cine contemporáneo. El responsable de La muerte del señor Lazarescu es un cineasta nihilista, y con cada película que presenta se reafirma como tal. Los movimientos de sus intérpretes están medidos al milímetro y la palabra, guiada por ellos, es la fuente de significación principal. Con las tomas largas o la cámara al hombro, se imprime una autenticidad infrecuente, como el periplo al que se enfrentó el señor Lazarescu antes de ser trasladado al hospital. Resumidamente, MMXX es una inyección de cine osado, personal, muy consciente de las limitaciones y los riesgos que toma. Y por supuesto, muy exigente y en algún instante críptico con el espectador. Una radiografía de la vida durante el confinamiento, en el cogollo de contexto histórico que puso en pausa el desarrollo ordinario de los sucesos, donde el tiempo se reescribió a sí mismo para dar paso a durísimas revelaciones. El examen de un país que no ha sanado, y en el que el covid no supuso un corte, sino que delató lo que ya era. El cine de Cristi Puiu es de los que refuta que no basta sólo con reseguir una imagen con la mirada, sino que es imperativo cuestionar su doble fondo.