La actitud combativa frente a la vida es mejor no perderla de vista. Dentro de esa necesidad surgida en las escuelas de cine españolas de comenzar hablando de lo conocido, Amat Vallmajor del Pozo se toma la libertad de fantasear con sus recuerdos y fabricar una distopía dentro de un trayecto mil veces transitado, con personajes conocidos y la confianza en una historia que sobrepasa cualquier límite temporal. Así surge Misión a Marte, que nos podría recordar a ese costumbrismo apoyado en la ciencia-ficción del primer José Luis Cuerda, pero que sabe ir más allá gracias a las espectaculares imágenes que el vasto paisaje entre Éibar y Verges nos ofrece desde una distancia universal.
El director aprovecha el innegable magnetismo de sus protagonistas, Txomin y Gene, hermano pequeño y mayor respectivamente, para volcar en distendidas conversaciones a toda una generación con una mirada rebelde y consciente del mundo en el que vive. Un choque directo con su puesta en marcha, ya que inocentemente nos metemos en una ‹road movie› intergaláctica que ni siquiera necesita despegar el vehículo gravitatoriamente ante la excusa de realizar un peritaje en Marte por unos destrozos realizados por un meteorito. Lo típico.
Pero su estilo ‹punk› se reafirma en esas conversaciones apoteósicas sobre los misterios divinos y los desastres humanos que surgen entre estos dos hombres, mientras suena la música del grupo vasco Hertzainak, quienes han ofrecido material inédito para la ocasión. De fondo, una misteriosa nube tóxica que obliga a enfrentarnos a bizarras imágenes que rompen con esos visos rurales, entre máscaras de gas, piedras y la nada más absoluta.
En realidad Amat Vallmajor del Pozo utiliza esta transgresora idea para mimetizarse en el recuerdo y la estructura familiar al aparecer Mila en escena. Los tres hermanos consiguen centrar el misterio en los roles adquiridos, en la pasión pertinente que muestran frente a la vida y la muerte, en gustos, recuerdos y relatos que nos llevan por otro camino, más allá de la aventura. Porque este es el ideal a seguir, una aventura, una posible última aventura que no necesariamente marca un final.
Estos aspectos cercanos, de furgoneta blanca, de bicicleta estática y de calidez de hogar, se anexionan a una bellísima fotografía de paisajes e imágenes icónicas que se ven favorecidas por esa cámara de 16mm y un granulado blanco y negro que convierte cualquier entorno en un distópico paraje asolado por el tiempo y alguna incógnita catástrofe.
Misión a Marte es ágil e ingeniosa, sabe sacar partido a los pocos recursos con los que cuenta y se ve favorecida por esos protagonistas que se sienten cómodos interactuando como si la cámara no estuviera sin haber estado nunca frente a una. La naturalidad con la que hablan y se mueven, ya sea para tratar temas pasados o citar elocuentes referencias cinematográficas, musicales o incluso políticas, convierten al film en una de esas pequeñas rarezas con las que disfrutar de su esencia rompedora, con ganas de conquistar esa pequeña odisea a través de una posibilidad remota, prácticamente absurda, que nos posiciona frente a una ‹low sci-fi› sin complejos, capaz de llegar mucho más allá de su propuesta inicial, con su caos narrativo perfectamente hilado, con esa raigambre de cine en carretera que sabe ver más allá del drama familiar y del puro absurdo. Misión a Marte es enérgica y desenfadada, una propuesta diferente dispuesta a destacar.