Resulta un poco engorroso describir qué hace exactamente de Minari una película agradable. Y sin duda, es un punto a su favor. Suele ocurrir con los trabajos que cautivan sin pecar de pretenciosos, que no intentan recordarnos en cada plano que existe alguien detrás de la cámara. Son trabajos, en fin, que nos llevan a la abstracción mediante un conjunto de formas tan homogéneas como sutiles. De ahí que identificar sus virtudes pueda parecer, inicialmente, algo difícil. Sin embargo, el misterio se esclarece tan pronto como entendemos que sus puntos fuertes responden más a una suerte de pulsiones abstractas y sensoriales que a cualquier aspecto técnico.
En el caso que nos ocupa, ello emana de la propia naturaleza (nunca mejor dicho) de la cinta. Estamos ante la historia de una familia coreana resuelta a reiniciar su vida en la Norteamérica de los años 80. El (autoproclamado) patriarca del clan tiene como objetivo servirse de la venta de alimentos vegetales como único sustento familiar, y para ello se ha convertido en propietario de un extenso terreno verde donde ha debido trasladarse toda la familia… servida de una precaria furgoneta como única vivienda. De ahí mi apunte inicial: los contratiempos y la naturaleza (aspectos, pues, abstractos y sensoriales) tienen una importante presencia. Pero eso no es todo.
Pensemos, por ejemplo, en los personajes. No experimentan ninguna gran evolución. Tampoco están construidos de forma ejemplar. Ni siquiera sus diálogos desprenden brillantez. Sin embargo, todos son interesantes, entrañables, contradictorios y, sobre todo, creíbles. Cada uno se gana la estima del público minuto a minuto: el guionista no hace ningún esfuerzo para que resulten simpáticos. Casi parece que todo el éxito se debe a un trabajo de contención gracias al cual las cosas fluyen por sí solas. Algo que también podemos ver en la planificación (nunca exhibicionista) y en los actores (igualmente contenidos, incluso en las secuencias más enfáticas).
Y es que lo mismo ocurre en el campo formal. Como entredijimos, Lee Isaac Chung (director y guionista de la cinta) rehúsa lo llamativo, pero se permite ciertos manierismos cuando la secuencia lo requiere. En este sentido, su trabajo es un buen ejemplo de alternancia entre esteticismo y formalismo: tan fácilmente nos presenta secuencias compuestas enteramente por planos fijos como nos deleita con un elegante movimiento de cámara. Pero todo ello (incluida dicha combinación) pasa por el filtro de la sutileza. Ni siquiera las composiciones de planos fijos pecan de reiteración, puesto que la acción del relato en ningún momento se detiene (como tampoco se precipita).
Seguramente gracias a ello Minari logra erigirse como una experiencia de formas ligeras pero de contenido sólido. Que emociona moderadamente sin caer en lo lacrimógeno y que, sin deslumbrar, se visiona con agrado. Todo ello nos retrotrae a lo dicho: no se trata de un trabajo en el que luzcan inmensos hitos técnicos, sino de una experiencia que cautiva por su carácter distendido y humilde. Es decir, por cuestiones más bien abstractas y sensoriales. En resumen, estamos ante una película de logros modestos que se descubre con placer y que, a pesar de no dejar un poso impresionante, sí se recuerda con una sonrisa.