Aunque en repetidas ocasiones se dice que es necesario aprender historia para no repetir los errores del pasado, es obvio que no todos los hechos pretéritos son analizados de la misma manera por los ciudadanos de una nación. Fundamentalmente, la diferencia estriba en si ese suceso acaeció fuera de sus fronteras, como algo aislado que se puede tratar con despreocupación, o si pertenece a la historia menos amable del país, circunstancia que genera pesar, vergüenza e incluso heridas que todavía no han cicatrizado. No es nada atrevido asegurar que, en España, el mejor ejemplo de esto último es la Guerra Civil. Cada vez que salta a la actualidad algo relacionado con el conflicto propiamente dicho o con sus inmediatos antecedentes y consecuencias, las redes sociales y tertulias políticas arden con comentarios sobre ello. Tampoco se libra de ello la cartelera cinematográfica cada vez que se estrena una obra ambientada en la mencionada época.
Por más que podamos pensar que en una guerra solo hay vencedores y vencidos, no buenos y malos, es complicado dirigirse con plena objetividad a un pasaje de la historia como este. Era comprensible, por tanto, que el cineasta Mikel Rueda, ahora de actualidad con el estreno de su película El doble más quince, abriera Estrellas que alcanzar (Izarren argia) con unas escenas directas y cristalinas. Hablamos de la detención y posterior aprisionamiento de un grupo de mujeres y niños, cuyo supuesto delito estribaba entre pensar diferente y estar relacionadas con alguien que pensaba diferente. Ambos colectivos, femenino e infantil, fueron encerrados en la cárcel vizcaína de Saturrarán. Las malas condiciones del lugar, reflejadas en la cruel hambruna que sufrían muchas de las reclusas, pronto viró en algo todavía más escalofriante: la separación de madres e hijos. Estos últimos fueron dados en adopción a familias afines al régimen, un terrible hecho histórico que hoy día sigue en juzgados y prensa bajo el sobrenombre de “caso de los bebés robados”.
Rueda probablemente creía que, si la historia resultaba horrible en el lenguaje escrito, tenía que ser llevada a la pantalla con semejante intensidad. Como decimos, las escenas iniciales de Estrellas que alcanzar muestran todo lo mencionado en el anterior párrafo de una manera ciertamente explícita, con unas actuaciones poco sutiles tanto por parte del reparto que encarna a las crueles monjas como por aquellas que dan vida a las devastadas madres. Pese a que esta declaración de intenciones provoca que sea difícil desviar la vista de la pantalla, deja una sensación algo maniquea y escasamente original que lastrará todo el desarrollo posterior, por mucho que más tarde se intenten reflejar claroscuros en alguna de sus protagonistas.
Estrellas que alcanzar podría funcionar bien como un reflejo de las atrocidades cometidas en nombre de Dios, algo que los libros de historia ya nos habían relatado pero que, por desgracia, hemos seguido contemplando a través de algunos episodios terroristas recientes. El problema al que se enfrenta el film no gira en torno a su fidelidad histórica (aun desconociendo los hechos concretos de esa cárcel, resulta claro que en la Guerra Civil y en otros conflictos se produjeron barbaridades así), ni siquiera su parcialidad (sería incongruente pedir lo contrario), sino el escaso poder que tiene para mantener vivo el relato que nos intenta trasladar, y que se cae irremediablemente conforme avanzan los minutos.