Mike Leigh es uno de los mejores autores aún en activo de aquel cine británico que siguió los pasos marcados por el Free Cinema allá por principios de los setenta y las posteriores décadas de los ochenta y noventa. Junto a Ken Loach, Alan Clarke y Stephen Frears el autor de Secretos y Mentiras mantuvo vivo ese espíritu que poseían las cintas originarias de las islas enmarcadas en los senderos del género social más activista y contestatario.
Tras debutar en el oficio de hacer películas en el año 1972, después de desarrollar una productiva carrera como director teatral y de televisión, con la estupenda y poco reconocida Bleak Moments, fue el medio televisivo donde el británico se asentó con mejor acierto durante la década de los ochenta, construyendo los cimientos de lo que posteriormente sería su salto a la fama mundial en los noventa con sus celebradas Naked y Secretos y Mentiras.
Su cine transita con total naturalidad en las lindes del género social más descriptivo y satírico, siendo fiel reflejo de una época bastante oscura en lo referente a los recortes que sufrió la clase trabajadora británica durante los mandatos de Margaret Thatcher, ofreciendo un testimonio realista de las miserias y desgracias que padeció el estrato obrero deformando estos sucesos con un sarcasmo e ironía marca de la casa con el propósito de pintar auténticas tragedias griegas con un patetismo ciertamente decadente que sin duda logra dejar un enorme poso tanto en el corazón como en la mente del espectador.
Es por ello que creo que la mejor forma de adentrarse en el cine de este maestro consiste en fijar la mirada en las películas que dirigió para la televisión en los años ochenta, siendo la perfecta lanzadera para ubicar las obsesiones y paradigmas propios de un cineasta inconformista que empleó el humor negro y la pantomima como medio de expresar su rabia e ira en contra de las injusticias padecidas por la clase media y obrera inglesa.
Meantime, como todo el posterior cine de Leigh, no es para nada un dulce fácil de digerir, prefiriendo por tanto revelar la parte más fea y grotesca de la existencia en detrimento de la belleza tanto visual como conceptual. Aquí está presente el amor del maestro por esos seres desequilibrados, desquiciados, mal hablados, zafios y algo desagradables. Padres de familia parados sin oficio ni beneficio y madres que se gastan el dinero del subsidio jugando al bingo. También hay hueco para los skinheads descerebrados y racistas que miran al jamaicano vecino como una amenaza, y asimismo para pobres niños grandes afectados por un leve retraso intelectual. Todo este engranaje formará un marco perfecto para las intenciones de Leigh que no son otras que detallar el lado opaco y deforme de la sociedad, ese lado que nadie se atreve a mostrar por temor a ser señalado por la mayoría.
Otro punto fascinante del film es su carencia de argumento lineal. Aquí Leigh se fija en una de esas familias obreras castigadas por el desempleo que malvive con los míseros subsidios de desempleo. Una existencia deprimente repleta de miserias y en la que no se atisba esperanza alguna. Frank (Jeffrey Robert) es el padre, un ser vulgar que se queja continuamente de su mala ventura mientras observa como un borrego el televisor. Mavis (Pam Ferris) es la madre, la típica ama de casa entrada en kilos, descuidada y adicta al juego. Mark (Phil Daniels) es el hermano mayor, un vago que prefiere divertirse y participar en todo tipo de juergas en las que corra el alcohol al sacrificio que supondría tener que ayudar a la maltrecha economía familiar. Y finalmente Colin (Tim Roth en uno de sus primeros papeles importantes), es el hermano pequeño, un niño atrapado en el cuerpo de un adolescente y afectado por un retardo que lastra su futuro.
A este panorama Leigh le echará un poco de pimienta con el acompañamiento de los tíos de Mark y Colin, la bella tía Barbara (Marion Bailey) y su aburrido y gris marido John (Alfred Molina), un matrimonio acomodado pero triste quizás por la ausencia de esos hijos que el destino, o quien sabe que, les ha negado, siendo el objetivo principal de la pareja reformar una vivienda de su propiedad con la ayuda de sus sobrinos. Y para poner la guinda al pastel igualmente hará estallar la pantalla con la irrupción del quinqui skinhead Coxy (con el rostro juvenil de un Gary Oldman que ya daba síntomas de ese particular histrionismo tan característico de su forma de interpretar) el amigo más fiel de la pareja de hermanos y compañero de trifulcas juveniles en el barrio.
Con estos pocos personajes Leigh supo perfilar una cinta demoledora y cruel, asentada en ese feísmo de fábrica sobre todo merced a unos primerísimos planos de los rostros de los actores que confieren al contorno del film un aura irrespirable y plena de claustrofobia. Como en toda buena cinta de Leigh el hogar adoptará la forma de una pequeña cárcel de modo que cada habitáculo ejercerá de celda sobre la menguada existencia de unos personajes atrapados en su propia mierda.
Serán por tanto los planos cortos muy cerca del rostro de los actores y las escenas de interior los mimbres que sustentan prácticamente la totalidad de un film terriblemente honesto que no deja títere con cabeza. Si hay una palabra que define por tanto al film esa es depresión. Depresión en cuanto a esa radiografía dantesca y taciturna realizada acerca de la clase media británica. Deprimente en cuanto a una tonalidad conscientemente vulgar y plomiza que huye en todo momento del colorido y de paisajes relajantes. Por tanto nos hallamos ante un film sombrío que se apoya en la mediocridad y en una ausencia de efectos y lujos de todo tipo para despertar en el espectador esa conciencia de clase habitualmente escondida.
En este sentido, Leigh parece transmutarse en un juglar que prefiere dar testimonio de un documento fidedigno de esas situaciones anodinas y tediosas que señalan las pautas habituales del día a día de cualquiera de nosotros. La vida se muestra apática, un hastío del que resulta imposible huir. No hay esperanza alguna, tan solo el fútbol, la delincuencia y el odio hacia lo foráneo calman la sed de triunfo de unos don nadies que jamás saldrán en los periódicos a no ser que cometan algún delito de gravedad.
Aquí Leigh se muestra muy cómodo, en su salsa, en unos terrenos movedizos que se asientan en unos primeros planos que no dejan ver más allá que los deformes rostros de sus intérpretes. Unos actores que son del gusto del autor de Todo o nada (cinta que junto a las magníficas Grandes ambiciones y La vida es dulce parecen forma una especie de trilogía sustentada en los cimientos de esta Meantime), poseedores de un tez peculiar marcadamente bufonesca y deforme, un plato perfecto para desprender esas miradas desconcertantes que no dejan a nadie indiferente.
Y es que Meantime se eleva como una sátira corrosiva y transgresora de esa Inglaterra supurada por las políticas de la Dama de Hierro tintada de ese humor cáustico, que a veces resulta difícil darse cuenta que está siendo utilizado, que apuesta por un retrato casi documental de la forma de vida de una familia deprimida por la falta de oportunidades que se presentaban.
Una cinta para nada convencional que ofrece todo un recital de una forma de concebir el cine en las trincheras que poco a poco se ha ido perdiendo por parte de una nueva generación de directores británicos que se sienten más cómodos bajo el resguardo de lo políticamente correcto. Es por ello que Meantime representa esa mirada tan personal y oportuna, siempre despojada de efectos, que forjó la carrera de uno de esos maestros al que siempre es un gusto acudir para constatar como era la vida en las islas británicas en esos años ochenta más allá de las portadas de revistas amarillas con la participación de Carlos el Orejas y Lady Di, el fútbol y rock and roll.
Todo modo de amor al cine.