En una de las primeras escenas de Aquel querido mes de agosto, algunos miembros de la productora se acercan, en un jeep, a la cabaña donde se encuentra Miguel Gomes, que está colocando, junto a otros compañeros del equipo, una serie de piezas de dominó. Al abrir la puerta bruscamente, los visitantes provocan la caída en cadena de las fichas cuidadosamente situadas: «¿te parece bonito lo que has hecho?» pregunta el cineasta, «¿crees que está bien lo que le estás haciendo a los productores?» le contestan los recién llegados.
En esta escena, aparentemente banal, podemos encontrar ya algunas de las claves del film del director portugués. Quien no conozca las peculiares circunstancias que rodearon a la filmación de la película, debe saber que los fondos que debían constituir su presupuesto se demoraron y el rodaje parecía a punto de ser cancelado. ¿Qué hacer pues?¿renunciar al proyecto y volver a Lisboa desde la remota región de Arganil donde se encontraban o aprovechar el equipo y transformar el largometraje de ficción en otra cosa? Gomes decide rodar, y con afanes naturalistas, como si fuera Robert Flaherty en el Pacífico Sur o Jean Rouch en el África subsahariana, retrata documentalmente la vida de los personajes que pueblan esta zona. Así, con esta duda sobre si la película saldrá adelante o todo se vendrá abajo como las piezas del dominó antes mencionadas, a medio camino entre la ficción y el documental, es como nace Aquel querido mes de agosto y es del desconocimiento sobre lo que será finalmente, de donde surge la que es su cualidad más destacada, su sobresaliente libertad narrativa.
Esa libertad narrativa la podemos encontrar referenciada en el segundo diálogo que mantienen Gomes y el delegado de la productora: «¿Dónde están los actores? Ésta es una película de actores» le inquiere éste, «No quiero actores, quiero personas» le contesta el director. Este “no querer actores” está presente tanto en los elementos documentales como en los de ficción del film, es más, nunca terminamos de saber dónde empieza uno y dónde termina otro y, para ser sinceros, tampoco nos importa. Aquel querido mes de agosto fluye entre ambos mundos, elementos ficcionales están presentados como documentos tomados de la realidad, el testimonio de vecinos y visitantes va mutando como si fuera una narración fantasiosa, en continuo estado de transformación. Realidad y leyenda, verdad y mentira, son todo uno en el cine del realizador de Tabu, sin la una no puede existir la otra, no sólo coexisten en armonía sino que se retroalimentan, como el ying y el yang o el Auryn de La historia interminable. Aquel querido mes de agosto es una enmienda continua a las barreras genéricas del cine, efectivamente “no querer actores sino personas” es aquí toda una declaración de principios.
Es así, como otro personaje del documental, en principio uno más entre otros tantos que nos han ido presentando, como conocemos a la que, finalmente, tomará el mando de la película. Es en Sonia Bandeira, en su historia de amor, sus canciones, en la cercanía con su tierra, donde se encuentra la argamasa que da cohesión al conjunto, que vincula todos los elementos presentes en la película. Que su forma de introducirse en la cinta sea tan aleatoria como la de cualquier otro nos hace ver cómo, tras cualquier persona, existe la posibilidad de tejer cualquier historia, como tras la aparente y aburrida cotidianeidad de lo real subyace la magia de lo fantasioso. Y es precisamente ahí, en ese equilibrio entre lo onírico y lo tangible donde Miguel Gomes sitúa su cámara. Es por eso que Aquel querido mes de agosto no es tan solo una película, es algo mucho mayor, es la posibilidad de cientos de ellas.