No es extraño que a Miguel Gomes haya terminado llegándole su pequeño momento de gloria dentro de ese cine más autoral que promulga el cineasta portugués con su Tabú, pues pese a haber recibido cuantiosos premios por su anterior trabajo, Aquel querido mes de agosto, no recibió la merecida atención (aunque la colección Cahiers du Cinema terminó editándola en DVD) y ha tenido que esperar todavía unos años más para que su primera obra se proyecte en las grandes pantallas del país vecino por primera vez. Sin embargo, la trayectoria de este director ya había ido dejando pequeñas muestras de talento durante la pasada década que en cortometrajes como 31 dejaban vislumbrar algunos de los rasgos de un cine que se proyectarían casi en su totalidad y por primera vez en largo en A cara que mereces, título a través del cual intentaremos adentrarnos en las características tanto formales como tonales de su obra.
Dividida en dos partes, A cara que mereces arranca con un significativo intertítulo situado ante un todavía más significativo espejo que reza «Hasta los 30 años, uno tiene el rostro que Dios le ha dado. Después de eso, tiene el rostro que se merece». Tras tan curioso arranque, las revelaciones se siguen sucediendo con un personaje disfrazado de cowboy esperando en la parada del autobús. Más revelador por el qué que por el como, por ese particular modo que tiene Gomes de entrar en terreno cinéfilo empleando la referencia en pantalla, ya sea literaria, histórica (no es el caso en esta ocasión) o propiamente cinéfila, nos encontramos ante el protagonista de la cinta, un tipo llamado Francisco que trabaja como animador y se reunirá en una fiesta (en la que ejerce de animador infantil) con quien parece ser su novia precisamente el día que llega a la treintena.
Tras un encuentro y primera toma de contacto de lo más particular con el espectador en forma de musical, el portugués sigue arrojando miguitas para que el espectador empiece a vislumbrar hacía donde seguirá el relato. Así, una representación de Blancanieves perfectamente dispuesta nos llevará (por si el espejo no había sido suficiente evidencia) al punto neurálgico de una obra que, como en 31 (allí era El mago de Oz), se sirve nuevamente de referencias literarias para usarlas como espejo y que el cineasta nos pueda hablar de lo que realmente le interesa.
En este primer tramo titulado “Teatro”, conocemos pues a ese ya citado personaje llamado Ricardo, no muy afable e incluso en cierto modo impulsivo e insufrible, quien parece compartir pasión, además de con su chica, con otra muchacha a la que conoce. Pero ese no es el mayor problema de Ricardo, es un carácter que le lleva a pensar y actuar sin tener en cuenta lo que los demás puedan tener en mente, logrando así que sus arrebatados impulsos le terminen dejando más solo que la una ante otro cautivador momento que Gomes compone nuevamente en forma de musical. Presa de su ímpetu, sin embargo, el protagonista no aceptará esa noche que el destino y sus malas maneras le han ofrecido compartir en soledad, y decidirá realizar una escapada que, la mañana siguiente, derivará en un brote de sarampión detectado al mirarse al espejo recién levantado.
Se podría decir, pues, que ese primer episodio realiza prácticamente funciones de prólogo al introducirnos en el que realmente será el epicentro del relato, un segundo capítulo llamado “Sarampión” en el que nos encontraremos en lo que bien podría ser el subconsciente de Ricardo con sus respectivos alter egos dibujando una historia que mediante siete personajes (comportándose así este segmento como lo que podríamos llamar “Los siete enanitos”) ya adultos que en realidad no se comportan como tal nos acerca a el aprendizaje y la madurez de una etapa, los 30, que no pocos ven como punto de inflexión en la vida.
Es así como esos distintos personajes interactúan en un terreno que les prepara para seguir dando pasos adelante, pero cuya conducta cuasi infantil (ese apéndice lúdico al inicio del capítulo, ese repartimiento de labores de un modo tan ingenuo, etc.) nos lleva a una serie de elecciones y lecciones que serán precisamente las que marcarán el devenir de cada uno de ellos en algo que se podría tildar perfectamente de fábula. Y es que esa es precisamente la sensación que otorga Gomes entorno a su film, la de encontrarnos ante un fabulador de lo terrenal e imperfecto que resulta el ser humano en un marco que bien podría calificarse como extraño y exclusivo.
Todo ello queda reforzado gracias al empleo de una fotografía que parece sumergirnos en un mágico halo a través del que esa sensación de cuento o fábula se fortifica no únicamente a través del poder de sugestión y magnetismo de una imagen que sabe como cautivar, sino también del empleo de un color que nos lleva constantemente a un color, el rojo, que bien podría simbolizar tanto la vitalidad como la inestabilidad e impaciencia que había mostrado el protagonista (precisamente, fuente de donde sale ese rojo, la habitación donde supuestamente reside Ricardo, al que cuidan los 7 inquilinos), y que declara a Gomes como un cineasta único e intransferible, que nos transporta a un cine de lo más particular que se disfruta cuanto más transparente la mirada es.
Larga vida a la nueva carne.