Mickey 17 (Bong Joon-ho)

Leves apuntes sobre metafísica

Puede resultar irónico que las muertes del protagonista de Mickey 17 acompasen el paulatino hundimiento de la película, pero, más allá de la rima sulfúrica que trenza la oquedad de la narración y la del propio personaje, las constantes defunciones de la criatura interpretada por Robert Pattinson no son sino un claro síntoma que explicita el principal problema de la película: su incoherencia. La nueva obra de Bong Joon-ho es incoherente tanto consigo misma como con el resto del corpus fílmico del autor: en primer lugar, porque traiciona los postulados éticos que ella misma plantea; en segundo lugar, porque supone una fractura en la indagación formal de un director que entendía perfectamente que el estilo no refleja sino la propia forma de mirar de un cineasta; una escisión populista que quiebra la precisión discursiva que definía algunas de sus mejores secuencias, en favor de unas consignas vacías que rara vez expresan algo que no sea la autoindulgencia de su creador.

El salto a Hollywood de Bong viene acompañado de la simplificación de los pilares que hasta el momento habían sostenido sus imágenes. Si en sus anteriores cintas el escrutinio al que sometía a las contradicciones de su tiempo se estructuraba en torno a una metáfora general —las escaleras y diferentes pisos en las casas de Parásitos— alrededor de la que orbitaban conceptos e ideas más concretos y precisos —el olor como forma de distinción social—, ahora dichos conceptos e ideas se diluyen en un magma caótico compuesto de explosiones, peleas y gritos, al tiempo que la metáfora general deviene en un concepto tan simple como fútil. Mickey 17 es una película de ciencia ficción y, por ello, sus posibilidades de indagar en las estructuras de una realidad concreta desaparecen por completo, pero eso no justifica que la potencia alegórica que ofrece el género se vea mermada por el lenguaje maximalista que emplea el director. Los personajes son burdas caricaturas de personas reales o trillados estereotipos; el humor no surge de forma orgánica del interior del relato, sino que está impuesto desde fuera con una desesperación que denota el ansia del cineasta por resultar gracioso a toda costa; y el oxidado aparato discursivo no proyecta más que los jirones de un ensayo sobre el valor que tiene una vida cuando la muerte desaparece.

Sí, Bong cambia el materialismo histórico por la retórica metafísica, de la misma forma que sustituye el matizado trabajo de puesta en escena, esa estilizada recomposición de la imagen a través de la cual aislaba los signos de la realidad sobre los que colocaba la lupa sin, por ello, borrar el fondo que les daba sentido, por una dejadez formal pasmosa. La composición del plano, la luz, los movimientos de cámara, el vestuario, la relación de los cuerpos con el espacio y sonido ya no sirven para crear asociaciones de ideas, para capturar aquello que late debajo de la evidencia, para observar el prisma de la sociedad desde una nueva perspectiva. No hay un sentido detrás de las decisiones estilísticas del director, sólo un deseo de mostrar los acontecimientos dramáticos de la forma más transparente y aséptica posible.

La constante entrada y salida de diferentes personajes secundarios en escena revela el utilitarismo que rige el trato que les da el cineasta, de la misma forma que el ya mencionado uso de estereotipos carentes de vida demuestra su completo desinterés por la creación de seres que se alejen de la bidimensionalidad. ¿Se puede arrojar una mirada humanista —rasgo habitual en los trabajos del Bong— sobre unas efigies de piedra? Es evidente que no. La —deshilacha y leve— crítica que el director hace del deseo de mercantilización que rige la lógica de las relaciones humanas se ve refutada por la propia mercantilización a la que somete a su protagonista. Si hay algo que define Mickey 17 es, ya se ha dicho, su profunda incoherencia.

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