Cae la noche sobre una ciudad gris. De fondo un cine cerrado y en semi-ruinas. Fundido a negro y pasamos a tres figuras en un marco colorista, sombras chinescas experimentando en una suerte de teatro interpretado para ellos mismos donde narrarán e interpretarán cuentos fantásticos. Con esta apertura de apariencia simple Les contes de la nuit lanza inmediatamente su mensaje: frente a la monotonía grisácea el color de la imaginación, frente al personalismo individualista la universalidad de la figura desdibujada.
Michel Ocelot realiza en su film un canto al valor de una buena historia, al calor del refugio íntimo que supone la narración más allá de artefactos aparatosos más preocupados de las apariencias que de la esencia de la historia contada. El cuento se erige pues en protagonista absoluto como válvula de entretenimiento, pero también, a modo de fábula, de correa de transmisión de valores. No se trata de construir manifiestos elaborados, sino que, a través del propio desarrollo, lanzar mensajes fácilmente entendibles que invitan tanto al optimismo como a la reflexión.
No es que Ocelot se dedique a hacer de su film un subterfugio en pro de un discurso revolucionario, ni mucho menos, pero los temas tratados, los valores propugnados (la solidaridad, la crítica del materialismo superficial, el no juzgar por las apariencias), son una vuelta a la recuperación de los mismos. A incidir en la necesidad de la recuperación de una humanística que se da demasiadas veces por contada y que por la propia vorágine de la vida moderna se ha ido perdiendo.
Precisamente, volviendo al concepto de velocidad, a pesar de la brevedad de los cuentos (y sus correspondientes intermedios) Les contes de la nuit es un film que hace de la pausa una de sus virtudes. El ritmo, deliberadamente nocturno, apacible, se recrea en el detalle, en la composición y creación de la historia en todas sus facetas. Desde lo argumental hasta el vestuario, todo es tratado con mimo, con la delicadeza de un objeto de orfebrería que necesita, para su disfrute pleno, la delicadeza propia de lo artesanal, la tranquilidad de la degustación a pequeños bocados.
De minimalismo trata el asunto. Fondo y forma, tema y puesta en escena pivota alrededor del trazo mínimo en definición para otorgar el mayor grado de universalidad posible. Es fácil identificarse con lo expuesto gracias al uso de la sombra chinesca como técnica primordial. Da igual que la narración transcurra en una corte medieval europea, en el Caribe o en algún punto indeterminado de Sudamérica, lo importante es lo que se dice, no quién ni cómo. Algo que incluso es explicitado irónicamente por los personajes denunciando que algo como el acento no existe ya que todos tenemos uno.
Les contes de la nuit es una pequeña pieza de cámara que Ocelot compone en forma de múltiples homenajes que van desde el amor a la tradición oral de la narración, al teatro de marionetas, a la capacidad de la imaginación o a las enseñanzas de valores morales que trascienden el sermón para ser didácticos en lo humanístico. Una vocación de reducto romántico que desde una apariencia infantil e inofensiva invita a la voracidad del idealismo o, cuando menos, a darnos cuenta que no se trata tanto de soñar con utopías, sino de tomar conciencia de todo aquello que se ha perdido por el camino.
Un film que adquiere valor en tanto que se sitúa a escala humana, interpelando a su audiencia desde un plano de igualdad, cara a cara, sin pretensión de superioridad intelectual y que hace de la empatía, de la capacidad de escucha y de trasmisión, su principal arma pedagógica. Ocelot hace bueno, por decirlo de alguna, aquello de que en el bote pequeño está la buena confitura.