Michael Cuesta es un director del que, probablemente, hayamos visto más producciones de las que imaginamos. Alterna las series y films realizados para televisión con una filmografía en salas que comenzó en el año 2001. Una carrera cinematográfica en la que el director neoyorquino integra un nuevo título cada tres o cuatro años. Su paso por el medio televisivo lo componen sus capítulos para Homeland, Dexter o A dos metros bajo tierra, numerosos episodios realizados por él que lo acreditan como un profesional de prestigio en seriales catódicos, desde la década pasada hasta la presente. En el cine todavía no ha llegado su momento a pesar de tener aliados como Jeremy Renner, Michael Keaton y Brian Cox entre otros actores de sus repartos. Los guiones no suelen ir firmados por él, salvo en los casos de L.I.E. (Long Island Expressway) con Roadie, dos largos escritos en colaboración con su hermano Gerald. Sus estrenos más recientes abordan temas como las conspiraciones políticas de Matar al mensajero, o el terrorismo yihadista en American assasin, argumentos que quizás han servido de ayuda para llamar la atención en la taquilla, pero no en un prestigio, ya lejano, de cineasta norteamericano independiente, volcado en personajes adolescentes más dubitativos y humanos, como los de su ópera prima ya citada —L.I.E.—. O los que retrata El fin de la inocencia, su segundo largometraje.
Retitulado con esa pretenciosa sentencia, mientras que su título original Twelve and holding refleja mejor el matiz irónico de los tres amigos protagonistas, un trío de adolescentes residentes en uno de esos barrios residenciales de clase media norteamericana. Dos chavales y una niña que dejan atrás la niñez, unidos por la consciencia en el paso a una nueva etapa. Con doce años y creciendo, por un suceso dramático que une los destinos de Jacob, hermano gemelo de Rudy que pierde a este por un desgraciado incendio en la cabaña que usan para jugar y esconderse, accidente motivado por la pelea con unos gamberros del barrio. En otro vértice del triángulo se halla Malee Chuang, chica con padre de origen oriental y madre estadounidense, a la que conoceremos por la dificultad inicial de saber cómo usar un tampón. Mientras que Leonard cierra el tercer ángulo con su cuerpo de constitución obesa, unido a su sentido de la observación, lealtad a sus amigos y una inteligencia que lo convierte en el más maduro de la pandilla.
Doce años y manteniéndose dentro de un entorno familiar que rige sus acciones, encuentros y motivaciones en contraste con las propias consciencias como personas en crecimiento físico, afectivo o en sus propias relaciones. Desde la sensación de ingratitud justificada que siente Jacob como el gemelo en la sombra que no podrá llenar el hueco que dejó su hermano Rudy. El desvalimiento de Malee, a punto de pasar a la adolescencia, enamorada de Gus, el obrero atormentado que trabaja en un edificio que se construye en el bosque que servía como refugio para los juegos infantiles de los cuatro amigos, una atracción motivada por la lejanía del padre separado y la sustitución de su figura paterna con el treinteañero recién llegado. Reforzadas estas carencias de un timón adulto en el caso de Leonard, el grueso chaval que decide cambiar sus hábitos de salud, harto de comer a destajo comida basura y alta en grasas como la que prepara su madre, alimentos engullidos constantemente por la familia, en la que tal vez sea la parte más desenfadada del drama de los tres protagonistas.
Doce años y a flote. Así nos presenta el director a los tres compañeros, juntos desde el principio, pero separados después en un juego de secuencias más propio del cine dividido en capítulos, aunque las relaciones entre los tres propicien cruces de las historias para estructurar un conjunto sólido que mantiene la unidad de la cinta sin descompensar un episodio ni olvidar los demás. La claridad expositiva, naturalidad interpretativa del elenco, estilo directo y un montaje de ritmo dinámico, no acelerado, sirven como herramientas narrativas al cineasta, en el mismo lado que los acercamientos infantiles o preadolescentes de otros directores como puedan ser Steven Spielberg, Richard Donner o Rob Reiner, pero en esta ocasión vistos al otro lado del espejo. La luminosidad o el colorido de aquellas producciones no desaparecen en El fin de la inocencia, un aspecto formal que contrasta con la gravedad de los asuntos tratados o sugeridos. Temas como la venganza, la muerte, el perdón, las relaciones equivocadas entre adultos y menores que rayan la pederastia, o los errores de los padres heredados por sus hijos.
Tal vez la presentación audiovisual, tan próxima a un cine de producción con patrones comerciales masivos, con esa fotografía nítida, los decorados familiares, exteriores luminosos o escenas nocturnas suavizadas por la lluvia y reflejos de la luna. Ambientado todo con canciones cálidas, sensibles, como Burning for you de Blue Öyster Cult, Help yourself de Death in Vegas, sumadas al Why not smile de R.E.M. que acompaña los créditos finales, temas musicales que amplifican la extrañeza por ver unas historias trágicas, de una gravedad insoportable por separado pero que, unidas en su metraje y tratamiento dramático, no dejan de ser profundas aunque su resultado en pantalla sea tan digerible como rotundo. Unos puntos de vista que siempre marcan los tres protagonistas, intentando dejar fuera de campo las equivocaciones, deseos y órdenes de unos adultos superados por las circunstancias. Madres, padres y tutores que arrastran a sus vástagos a la vorágine de unas vidas que todavía podrán arreglarse, por mucho dolor o rencor que traten de regalar al trío de chavales. Las cicatrices de la madurez que aún pueden evitar.