Muchas veces tendemos a analizar las víctimas de la Segunda Guerra Mundial en términos de muertos o heridos, dejando de lado a otro tipo de personas que sufrieron la guerra en sus carnes aunque no les dejara aparentes secuelas. El cine se ha encargado muchas veces de prestar atención a ese otro tipo de víctimas, como hiciera por ejemplo el gran Verhoeven en la 100% libre de tópicos El libro negro, con un duro relato de lo que supuso rendir cuentas hacia los que habían colaborado (o mejor dicho, “presuntamente” colaborado) con los nazis. Pero dentro de esta clase de secuelas del gran conflicto bélico, la de los desplazados adquiere una particular relevancia. Casi siempre hemos dirigido la vista a los judíos u otros colectivos de personas particularmente lacerados por el que posteriormente sería el bando perdedor, pero también entre los países controlados por los nazis hubo claros perjudicados, personas de las que muchas veces nos olvidamos por diferentes motivos.
Con el objeto de arreglar tal omisión, llega Mi tierra (conocida internacionalmente como Where I Belong), película austríaca que supone el debut en la dirección de Fritz Urschitz, que hace la friolera de 15 años ya había dirigido el cortometraje Sebastian and… El cineasta nos cuenta en su obra lo que supuso para muchos austríacos emigrar hacia tierras desconocidas e intentar ser aceptados en ellas como ciudadanos de pleno derecho, es decir, la pérdida de una identidad propia y la progresiva elaboración de una nueva al gusto de sus nuevos conciudadanos. En este caso, Urschitz dirige su mirada hacia una joven llamada Rosemarie, que vive con su padre en un pequeño pueblo de Inglaterra durante la década de los 50, después de que tuvieran que huir de su país y de los nazis que de él se apoderaron. Allí trabaja como buenamente puede, de costurera al servicio de una férrea dama inglesa, mientras más tarde va a recibir clases de mecanografía y por la noche intenta dar rienda suelta a su diversión. Esta rutina cambiará cuando a la puerta de su casa llame Anton, un tipo con el que su padre coincidió en un campo de trabajo. Entre Rosemarie y Anton surgirá pronto algo especial, que trastocará por completo la vida de ella y le hará replantearse muchas cosas.
Como decimos, el tema de la identidad es el primer objeto que se pone a debate en la película. ¿Hasta qué punto una persona debe renunciar a lo que es para integrarse en una nueva comunidad? Ésa pregunta es actualmente un caldo de cultivo diario para muchos países a través del tema de la inmigración, por lo que no es de extrañar que en una época en la que la globalización no era sino una mota de polvo la respuesta fuera que esa persona se debe adecuar totalmente a lo que su nueva sociedad espera de ella. Rosemarie, joven y libre de prejuicios, no tiene excesivos problemas en acatarlo. Pero su padre se encierra en casa o sale al bar a darse a la bebida, mientras añora la casa que abandonó en Austria y que legalmente ahora pertenece a otra persona.
Pero Mi tierra habla de más cosas que del tema de la identidad. Por ejemplo, en medio de su núcleo argumental se teje una historia de amor que Urschitz sabe llevar con buen pulso. Efectivamente, el director nunca pretende crear un relato artificioso y la historia avanza como todos creeríamos que tiene que avanzar, con muchos obstáculos por el camino dada la obvia diferencia entre las dos personas. Esta trama ayuda a apoyar de una manera más cinematográfica la cuestión principal de la película, aunque sí es cierto que se echa un poco en falta más mordiente a la hora de arriesgar en su totalidad. Al final da la sensación de que esta relación se podía haber aprovechado bastante mejor, incluso algunas historias paralelas también quedan un poco en el limbo. Pero esto queda justificado por el apretado metraje de la cinta: sólo 80 minutos que ayudan a que la idea principal de Urschitz quede bien condensada, sin cabos sueltos y sin marear al espectador con fuegos de artificio en forma de giros de guión.
Mi tierra no es sólo recomendable para todos aquellos amantes de las consecuencias que tuvo la Segunda Guerra Mundial que quieran aportar a su mente un nuevo capítulo dentro del conflicto, ya que cualquier espectador puede disfrutarla a su manera independientemente de sus intereses personales en el cine. La película plantea temas que hoy día nos atañen a casi todos, especialmente a los jóvenes, y sólo la estupenda ambientación que se recrea sobre la Inglaterra de los 50, en la que tiene bastante que ver una muy buena fotografía, nos hace darnos cuenta de que no está caracterizada en la actualidad. Incluso los que quieren relajarse y ver un buen drama romántico también tienen aquí material para disfrutar, aunque sobre este punto cabe decir que seguramente sea de esas películas con unos protagonistas fáciles de olvidar, y no por las interpretaciones que son bastante buenas, sino porque los disparos de la película no apuntan a esa diana, sino a otra más grande. Y en eso, resultan certeros.