Hace días que las ‹coming of age› son lo más transitado por el colectivo mental de Cine Maldito, no cabe duda que es un subgénero que casa con facilidad en el cine y si alguien quiso trasladar este terrorífico paso a la adultez con ese mismo sentido, fue Isabel Coixet en Mi otro yo, así que elijamos ascensor.
El ascensor funcional
Una joven de tez transparente, cabellos rojizos y oscuridad en sus vestimentas y estilo personal, descubre que tras sus pasos algo acecha, la sensación de soledad no es fácil de alcanzar cuando su prolongada sombra parece tener una vida propia.
Una atmósfera opresora combina ese temor propiamente infantil con una familia rota por el silencio, una falta de comunicación que arrastra sus problemas hacia un intento de pasar esa página que no alcanzan. Cualquier momento pasado fue mejor para todos ellos, y más fructífero para la hija que ve a una madre ausente por el trabajo y las tentaciones y un padre inmóvil por la enfermedad.
Los recuerdos son secretos impronunciables y convierten el escenario en una plaga de dobleces, una bifurcación de caminos que no siempre llevan al lugar esperado por la protagonista. Sus refugios frente al espejo, la fotografía o el teatro (no es casual la selección del Macbeth de Shakespeare como conexión con la literalidad de la traición y la ambición) sirven para referenciar puntos en común con su propio reflejo.
Todo ello en su justa medida y con la innegable huella de Coixet sería un decente paso por la oscuridad de ropa que destiñe hasta impregnar pasado y presente.
El ascensor averiado
Una joven adolescente intenta reprimir sentimientos en ese duro camino de supervivencia que es la juventud, y durante el trayecto hay algo que se la quiere llevar por delante, un añadido a inseguridades, amoríos e incomprensión, que a simple vista parece un ataque propio de bipolaridad, pero esconde algo más en ese juego de reflejos donde ya no sabe qué es lo que va a traspasar.
Está claro que ella lo duda pero los demás somos capaces de aclarar tanto misterio en poco tiempo, dejando que el goteo de guiños a lo que nos espera en su final se convierta en un subrayado con rotulador permanente y no un acertado rompecabezas lleno de sutileza. Una familia desestructurada desequilibra la balanza al convertir su incomunicación en una alarma, restando puntos al terror para ganar espacio el exacerbado drama. Cuando el fondo cambia deja a la vista demasiadas costuras.
Lo que en un principio simula un acecho continuo de nocturnidad se convierte en un juego de destinos, el mal atrae más mal y la desgracia compartida resulta agotadora, pues el cartucho de la enfermedad que está pero se evita y perite a los que viven junto a ella romper reglas morales y suscitar la desazón es algo ya indispensable para el cine de la directora, y aunque aquí va tomando forma de epicentro, no convalida la realidad que nos había propuesto como premisa.
¿Y por qué un ascensor funciona y el otro no?
Porque así fue como Coixet nos quiso conquistar. Evocando ascensores. Que si ascensor para arriba. Que si ascensor para abajo. Que si mejor escaleras o tirarse por la ventana para llegar más rápido.
La alegoría definitiva, Geraldine Chaplin mediante.
Todo tiene dos caras, todo lleva al sí y al no, y no hay forma de encontrar el quizás. La exposición se desequilibra por momentos, nos atrapa y con sencillos ataques express de esa consabida dualidad que interviene durante toda la película, nos suelta en pleno abismo, así que, sin saber qué ascensor es el acertado, salimos de la película con cara de otro. Muchos no querrán entrar más, pero yo mantengo que Coixet es de esas directoras a las que podéis dejar en paz, no necesita defensa ni ataque, ella va a lo suyo y la simpatía que le profeso… para esa no saco explicación.