El arte como expresión… o como parte de una reflexión hacia la que nos han llevado cineastas de toda índole, desde la vertiente más autoral —donde encontramos autores consagrados como Tarkovsky en su Andrei Rublev o la Museum Hours de Jem Cohen— a obras de cariz más comercial —con films como Frida o La mejor oferta—. Gastón Duprat, que debuta en solitario —hasta ahora había trabajado con su inseparable Mariano Cohn, que ejerce en esta como productor—, incide de nuevo en el concepto de la expresión artística como farsa —ya realizara junto al citado Cohn en 2008 la que fuera ópera prima de ambos en el terreno de la ficción, El artista—, como proceso de mercantilización ante una mirada cada vez más desacomplejada, pero también cruenta, despojada de todo indicio de humanidad y exteriorizada en una exposición que, cuanto mayor es, más alejada queda de lo emocional. En definitiva, el arte como producto envasado y facturado desde una abstracción que en ocasiones pierde en cierto sentido sus necesidades intrínsecas.
Ese contexto es descrito por Duprat en el relato de un curtido galerista, Arturo, y su amigo y pintor —anteriormente laureado, ahora en decadencia— Renzo, donde pocos detalles bastan para delinear algunos aspectos sobre los que el cineasta argentino asentará su obra. Y es que más allá del carácter arisco del segundo, a partir del cual Mi obra maestra encuentra la representación perfecta del artista idealizado, aquel al que nada parece importar y cuyos principios están por delante de cualquier otro sujeto, el guión de Andrés Duprat —responsable del libreto de El ciudadano ilustre y, más recientemente, La obra secreta— va moldeando su discurso en torno a personajes cuya presencia arroja una percepción con la que complementar el film —como la figura de ese crítico al que se enfrentará Renzo, o Alex, el aprendiz interpretado por Raúl Arévalo al que Renzo, con bastante caradura, disuadirá de su propósito—.
Apelando a una comicidad que rebaja con acierto el tono de la cinta y encuentra en la figura de Luis Brandoni el contrapunto perfecto, gracias en especial a una actuación capaz de definir por sí sola un panorama que se empapa de la insolencia del trasnochado pintor, Mi obra maestra encuentra los incentivos necesarios como para establecer, del mismo modo, un carácter desvergonzado que no se detiene ante nada y encuentra en sus últimos minutos —sobre todo, a nivel discursivo— el retrato idóneo de aquello que el bonaerense pretende reflejar. Lejos de concretarse, sus buenas intenciones quedan diluidas en lo que se antoja como un vago y gratuito recurso por llevar la obra al cauce adecuado; en ese sentido, el personaje de Arévalo, prácticamente un bosquejo realizado con el mero objetivo de hacer prosperar el relato, queda expuesto en una tesitura que nunca se siente del todo justificada.
Si bien es cierto que el nuevo trabajo de Duprat tiene clara su finalidad, y en todo momento muestra una actitud distendida que encaja con el tono de la propuesta, su problemática radica en lo forzada que se siente una trama incapaz de evolucionar sin artimañas que, al fin y al cabo, terminan dirigiendo la mirada del espectador con tal de alcanzar la meta deseada. No es que estemos, ni mucho menos, ante una propuesta fallida, que en una primera secuencia inicial —esa en la que decide escindir una obra en planos ante el ejercicio de observación de la misma— ya define de alguna manera una mirada elemental, sin dobleces ni agudos matices, pero quizá se siente una ocasión perdida, un (en parte) déjà vu que Woody Allen ya había condensado con acierto en su Un final made in Hollywood, y que en apenas unos minutos ilustraba con más tino aquello que el argentino resuelve sin el brillo necesario.
Larga vida a la nueva carne.