La llegada a Francia de una madre junto a sus dos hijos provenientes de Costa de Marfil es el punto de partida que sirve a Léonor Serraille para desarrollar su segundo largometraje tras debutar con Bienvenida a Montparnasse. Dividida en 3 episodios —cada uno constituido por uno de los tres personajes principales: la madre (Rose), el hijo mayor (Jean) y el hijo mejor (Ernest)— separados por una voz en off desde la cual exteriorizar sus sentimientos, Mi hermano pequeño realiza una introspección familiar acerca de cómo tanto el entorno como los propios anhelos van interaccionando con un vínculo que es al fin y al cabo el encargado de modular algo más que la experiencia, asimismo los pasos que irán otorgando un sentido específico al periplo individual.
Lejos de lo que pudiera parecer, pues, Mi hermano pequeño se aleja de ese cine social que fácilmente podría preconizar un contexto presto a trazar los cimientos de una discursiva en la que Serraille evita caer, y es que si bien se antoja innegable el particular influjo que se desliza de elementos vinculados a ese entorno en que Rose y sus hijos deberán moverse, intentando favorecer una integración al fin y al cabo necesaria y buscando entablar nexos que puedan facilitar ese proceso, la cineasta francesa introduce esos ingredientes de la forma más natural posible: no se percibe en ellos la intención de fomentar una disertación ‹per se›, sino de buscar y, en ocasiones, encontrar un cierto equilibrio que a la par que expone las vicisitudes de la adecuación a un marco distinto dota del escenario dramático idóneo a un film que sin embargo nunca termina de moverse en esos parámetros, incurriendo en una búsqueda que por momentos se supone infructuosa. Puesto que si bien es cierto que aquello que propone Serraille en su segundo trabajo tras las cámaras podría caer en el riesgo de sucumbir en ciertos instantes de desconexión, de pérdida de fuerza por la (presunta) magnitud de una propuesta que no siempre llega lo lejos que se inclina a creer, su mayor deficiencia se encuentra en una indefinición que resulta más que patente en algunos de los episodios por los que atraviesa Mi hermano pequeño, algo que ni siquiera evita el buen pulso tras la cámara de la realizadora, que a ratos es capaz de concretar en lo visual —véase, por ejemplo, el certero empleo de planos más cerrados que acotan esa nueva disposición a la que se verá abocada la familia protagonista— algunas de las bondades de la película, pero sin embargo no logra cristalizar a través de una narración, quizá no errática, pero un tanto falta de concreción, de la fuerza indispensable para que el relato termine de arrancar en algo más que un definido y, en parte, emotivo acto final.
Esa inconcreción no resta interés a una cinta que trata con cierta madurez y vigor algunos de los temas que expone, logrando cuanto menos que Mi hermano pequeño sea uno de esos títulos que pese a no conseguir el resultado deseado, se postulan como una mirada diferencial, tan propia que incluso en ocasiones uno puede llegar con facilidad a algunas de las virtudes que ya se manifestaban en su ópera prima con el tesón necesario como para no pensar que nos encontrábamos ante otra de tantas.
Parece obvio, no obstante, que el nuevo largometraje de Serraille supone un paso atrás pretendiendo todo lo contrario, y no por ello deriva en un acercamiento ni mucho menos desdeñable: a fin de cuentas, por momentos resulta sencillo apreciar el talento de una autora que debe seguir trabajando esa escritura, pero de la que se deduce una personalidad a la que, visto lo visto, no le faltan los estribos necesarios como para continuar radiografiando esa Francia omnipresente en cada uno de sus pasajes desde una perspectiva que pocos habrían podido imaginar y de la que, sin salir airosa del todo, se emana al menos un valor añadido por paradójico que pueda parecer.
Larga vida a la nueva carne.