Más allá de que pueda tratarse de una especie de obra basada en el recuerdo (hay coincidencias como que director y protagonista estudian Filosofía para después meterse en el mundo del Cine 1), Mes Provinciales parece un retrato general del trance universitario, en concreto de aquel que va de la provincia a la gran ciudad, que sirve de paréntesis entre la estupidez de la adolescencia y la desidia de la vida adulta. Es de esta manera que Jean-Paul Civeyrac narra el primer año académico que vive un joven llamado Étienne lejos de su familia, amigos y pareja, para dejarle explorar los rincones de esa vida justa —en lo económico, se entiende—, pero aburguesada al fin y al cabo, y experimentar en ellos aquello que se le ofrece, desde la ruptura con determinados elementos como consecuencia del recorrer las posibilidades que ese mundo nuevo le ofrece, hasta la impresión que resulta de la admiración total e incondicional, pero también estimulante, hacia figuras —maestros, colegas de clase— cuyas cabezas privilegiadas creías que no existían. En este caso concreto Etienne decide estudiar Cine en un París contemporáneo, a pesar de que nos vengan a la mente las calles de décadas pasadas reveladas a través de la pantalla de mano de Philippe Garrel, François Truffaut, Jean-Luc Godard y otros tantos. Los motivos que nos impulsan a evocar todo esto son dos. En primer lugar, es la propia personalidad del protagonista la que nos lleva a la capital francesa del siglo pasado, y concretamente a estos autores que la registraron, precisamente por su insistencia en aunar teoría, cinefilia verdadera y práctica, aunque Civeyrac se empeñe en hacer hincapié en este tema de manera mucho más exagerada, menos estilizada y con un regusto a pedantería mucho más poderoso y chirriante que la del director de Pierrot le fou (Jean-Luc Godard, 1965) que a mí tanto me gusta. En segundo lugar, Jean-Paul Civeyrac nos traslada a aquellas calles al traernos a la memoria —y todo ello atendiendo a las idas y venidas locas unas veces, serias otras, de Etienne, a su desenvolverse en resumidas cuentas—, las historias que en ellas recreaban, como por ejemplo aquel Jean-Pierre Léaud al que Jean Eustache hacía ir de las terrazas al cuarto para engatusar pero también irritar a Françoise Lebrun y Bernadette Lafont en La maman et la putain (1973), o como los giros amorosos fruto del crecimiento y de las diferentes etapas de la vida que relató François Truffaut en las películas que componen las aventuras de Antoine Doinel, o también las conversaciones pseudo-intelectuales que desarrollan los personajes de todos ellos en general.
A pesar de ello, y como decía más arriba, la ambientación de Mes provinciales es la de un París puramente contemporáneo, lo que lleva a una especie de choque interesante entre estas reminiscencias de las que vengo hablando y el sabernos viendo la representación de nuestro tiempo. Y es que, respecto a este planteamiento que habla de una época pero remitiendo a otra, nos encontramos con una secuencia especialmente representativa en la que Etiénne y algunos de sus amigos pasan la tarde viendo Cine Clásico en la pantalla de un ordenador portátil —algo que puede resultar normal, por supuesto, pero que centrándonos en estas ideas que despliega la película podemos pensar que hace referencia, en un primer nivel y a modo de chanza a las reuniones tan emblemáticas de la ‹cinémathèque française› mientras que, en un segundo plano, parece tener la voluntad de emitir algo así como una crítica al profundo individualismo que se manifiesta de manera habitual en la noción: un dispositivo electrónico – una proyección – un individuo contemplando—. Es todo esto, sumado a las elipsis que embriagan, a su blanco y negro y a esa representación de la emoción romántica que apunta hacia la fuerza, el deseo y el juego, pero también hacia su carácter efímero que se deriva del no poder parar uno quieto, lo que hace de Mes provinciales una obra que cosquillea el estómago y enciende la mente.
1Todas aquellas personas, y son muchas, que acostumbran a preguntar en un gesto absolutamente ilógico que nunca llegaré a comprender: «Oh Dios mío, ¿estudiar Filosofía y después Cine? ¿Pero qué relación tienen?», tienen aquí una respuesta, aunque el protagonista sea un puto-pedante y mejor deban mirar ejemplos como Haneke, Alexander Kluge o Béla Tarr —aunque este no lo haya hecho de manera Académica, creo—. Igual terminan por darse cuenta de que la formulación correcta de la pregunta más bien puede ser: «WTF, ¿en serio hay gente que estudia Cine sin haber estudiado Filosofía primero?»