En cierta ocasión comenté que uno de los mayores placeres del séptimo arte es descubrirse incapaz de explicar por qué determinados títulos nos hacen decir “esta es una gran película”. Es decir, a veces el resultado completo de una obra crea en nosotros tal hipnosis que nos resulta difícil discernir qué engranajes la convierten en la maravilla que a nosotros nos parece (personalmente experimenté esta sensación con los casos de Una historia verdadera (David Lynch, 1999), Hacia rutas salvajes (Sean Penn, 2007), El árbol de la vida (Terrence Malik, 2011) o En la casa (François Ozon, 2012)). Bien, pues desgraciadamente, también existe el caso contrario. Esta sensación de sentirse más y más enfadado cuanto más descubrimos de una película, esta indignación ante incontables elementos chirriantes que nos sacan irremediablemente de la historia provocando tal rechazo que perdemos todo interés en analizarlos. Tristemente, es el caso del título que nos ocupa. Bueno, hagamos un esfuerzo.
En la primera escena de Menú degustación se nos presenta un show televisivo en donde la cocinera de un prestigioso restaurante de comida mediterránea (en calidad de invitada especial) anuncia el inminente cierre de su negocio. A lo largo de la secuencia la cámara se comporta de una forma extraña, siempre alejada de los personajes, cambiando constantemente de punto de vista y sin parar de moverse de un lado para otro. No hace falta decir que ello elimina todo tipo de transparencia y hace evidente la presencia del director. Claro, pensamos, lo que ahora vemos es lo que las cámaras muestran a una audiencia ficticia. Pero rápidamente caemos en la cuenta de que rara vez un programa de televisión prioriza una estética esquizofrénica al buen fluir de una entrevista (algo que sin duda pasa en la película); a continuación descubrimos que los espacios en donde deberían encontrarse las cámaras que nos proporcionan cada plano están en realidad vacíos. Por otra parte, en ningún momento se nos ocultan los espacios del decorado que las cámaras televisivas deberían evitar.
Este detalle que en otro contexto podríamos entender como un aspecto no trascendente y que bien podría merecer nuestra concesión, es en realidad el perfecto resumen del tratamiento formal que Roger Gual da a toda su película. Toda incoherencia formal que podamos hallar en esta presentación la encontramos alabada al millón en el resto del metraje. Hablo de una serie de planos desordenados que parecen escogidos al azar, de unos movimientos de cámara videocliperos que marean más que agradan, de un constante plano/contraplano incapaz de centrarse por un momento en el rostro de un personaje… Para entendernos, me refiero a todos estos aspectos televisivos que tan buenos resultados dan en las series del mediodía ofrecidas por TV3. De ahí que constantemente tengamos la sensación de estar contemplando una planificación únicamente preocupada por cubrir los hechos, sin prestar ninguna atención a la elección de las imágenes. Ya solo queda sustituir la imagen analógica por la digital para convertir esta película en una extensión de la archiconocida La riera. Oh, vaya…
Por lo que respecta a los personajes, el panorama no es mucho mejor. Ni siquiera las magníficas actuaciones de Fionnula Flanagan y Stephen Rea (probablemente lo mejor de la película) son capaces de aportar credibilidad a los actos de una serie de individuos tan prefabricados como cargados de pretensiones. Pues en Menú degustación no existe diálogo alguno, gag o situación en que uno no entrevea a Roger Gual frotándose las manos ansioso por observar la reacción del público. En otras palabras, tanto la actitud de los personajes como los enredos en que estos se ven envueltos resultan terriblemente superficiales, desprovistos de credibilidad e impuestos por un guión que prioriza el chiste fácil a la naturalidad. En resumen, hablamos de una película cuya fluidez narrativa (lo reconozco, esto si lo tiene) no impide que acabemos aburridos de tanta previsibilidad y artificio.