¿Qué le pasa a Thomas Lilti con las batas blancas? Pues que tiene una con su nombre bordado en el bolsillo. No siempre tiene que estar reñida la afición con la obligación, y el realizador francés ha encontrado la fórmula para unir sus dos mundos. Como médico tiene su propia experiencia activa. Como cineasta, tiene la oportunidad de relatar al público lo que le han aportado esos conocimientos. La idea inicial de cine y medicina unidos siempre ha derivado en la visión técnica y documental de los expertos o la empatía emocional de los pacientes. Pero Lilti ha querido recoger drama, comedia y una mirada humana a partir del especialista.
Si con Hipócrates encontramos a un Vincent Lacoste enfrentándose al momento en el que el futuro médico toma contacto con la realidad en un hospital cualquiera, Lilti repite experiencia y actor (no personaje) viajando atrás en el tiempo con su nueva película, hábilmente titulada Première année —“primer año” como traducción literal que deriva en español a Mentes brillantes—, que tal y como promete, nos muestra la odisea de sobrevivir al primer año de la carrera de Medicina, la de las pruebas de acceso, previo a elegir la verdadera titulación.
Fiel a la dualidad, a la necesidad de mostrar las dos caras (una más ingenua y otra experimentada) de una misma historia, como ocurría con los personajes de Lacoste y Reda Kateb en Hipócrates, en Mentes brillantes seguimos los pasos de Benjamin —William Lebghil en modo zampabollos— y Antoine —sí, el ya más que citado Vincent Lacoste—, dos personalidades prácticamente opuestas que se enfrentan al mismo reto.
Sencilla, directa y con cierta tendencia a obligarnos a comprender las posturas de sus protagonistas, con Mentes brillantes Lilti nos permite comprender la exigencia a la que se enfrentan los estudiantes de medicina incluso antes de llegar a la facultad. Una dedicación de por vida que nace en ese primer año.
Así contrapone la visión del principiante que tarda en captar la importancia de lo que tiene entre manos, a la del “tripitidor” que, pese a conocer la experiencia, tiene una última oportunidad por llegar a ese objetivo casi inalcanzable. Si en un inicio nos acercamos con cierta curiosidad, poco a poco, cuando va llevando al límite a sus personajes, permite sacar unas personalidades cambiantes en los dos jóvenes, que son capaces de transmitir entre toneladas de apuntes y aprendizajes técnicos sobre el cuerpo humano y su funcionamiento, una visión cercana al esfuerzo y la frustración por partes iguales.
Vincent Lacoste muestra un nuevo registro muy distinto al presentado en Hipócrates, que sin perder la candidez del novato que allí representaba, sí desarrolla a un joven convertido en un torbellino emocional y no por ello deja atrás al joven Lebghil, que siguiendo una progresión lineal y ascendente, complementa a la perfección esa necesidad del director por crear empatía con el atragantado mundo estudiantil. Aún así no quiere subrayar la dificultad como una mala experiencia, siempre encuentra un modo de saltar hacia la comicidad en pequeños detalles —como el momento en que, ya enajenado, Antoine sube a la pizarra a realizar correcciones que nadie le pidió, al estilo de Chaning Tatum drogado en Infiltrados en clase—.
Mentes brillantes se convierte en una película de vivencias, sin dobleces ni extremas complicaciones, que engancha gracias a la «normalidad» con la que pasa por el embudo tanto la ilusión como la desesperación, y que empasta a la perfección con la trayectoria que ha decidido seguir Thomas Lilti, demostrando que, a veces, hablar de lo conocido no tiene que derivar a la neurastenia, y que el entretenimiento puede surgir en el film más inesperado.