Es difícil aceptar que la muerte es algo inevitable (aunque Eduard Punset dijera que no estaba demostrado que iba a morir). Si ya de por si el cese de la existencia es algo que escapa a lo emocional (por más racionalistas que nos pongamos) lo peor, sin embargo, son los dos procesos asociados a ello que tambien se nos escapan de las manos. Por un lado la inevitable decadencia de cuerpo y mente. Por otro esa idea egoísta y al mismo tiempo humana que es, como indica el título de la película, el territorio de la memoria.
¿Cómo seremos recordados (si acaso lo somos)? ¿Se respetarán nuestras voluntades o serán reinterpretadas al gusto o necesidad de los vivos? En definitiva, ¿perviviremos en el recuerdo, en la memoria de los que dejamos en vida? De esos temas fundamentalmente trata Memoryland de Kim Quy Bui. Aunque estas son preguntas, fundamentalmente sin respuesta, sí podrían dar pie a un cine denso, filosófico, intrincado en sus vericuetos existencialistas. Incluso, por pensar en algo no muy descabellado, podríamos asistir a un ejercicio formal donde la estética reflejara un atmósfera angustiosa que diera marco a todas estas temáticas.
Nada más lejos de la realidad. La cineasta vietnamita opta por un cine de la cotidianidad mínima. De la ruralidad documentalista. Una aproximación que tiene tintes de extremo realismo y del que solo su montaje paralelo da pistas de la intervención del dispositivo cinematográfico. Una manera de afrontar su temática honesta, frontalmente y que de paso permite un acercamiento plausible a las formas de reinterpretar el dolor de la pérdida.
Y es que esta no es tanto la crónica de una(s) muerte(s) anunciada(s) y los miedos que ello comporta. No, aquí la muerte no es el fin sino el inicio de todo. Desde los costes del entierro, el respeto a la voluntad del finado hasta los diferentes puntos de vista que existen en los dos tipos de muerte que presenciamos. Al fin y al cabo, y eso es lo interesante, la muerte nos iguala en el hecho. Las diferencias quedan en los vivos, en cómo reaccionar ante el fallecimiento natural de una persona anciana o la de un hombre joven en un accidente laboral.
Ante esta doble situación asistimos a un desarrollo basado en la proximidad, en una cierta belleza que no cae en preciosismos y en un drama contenido, no exento de cierto humor desencantado, que pone de manifiesto verdades que, quizá resulten desagradables, pero son tan reales como la propia mortalidad.
Así la decadencia se pone de manifiesto tanto en el propio ambiente rural, anclado a unas tradiciones que se están perdiendo, como en los cuerpos de los seres vivos tomando conciencia de su propio destino. Al final la memoria choca con lo económico, con el egoísmo y el propio instinto de supervivencia y se mezcla entre recuerdos y respeto con la imperiosa necesidad de seguir avanzando.
En el fondo, Memoryland es más una crónica del desencanto de los vivos que no cae sin embargo en un existencialismo nihilista ni en un fatalismo determinista. Un retrato de la muerte considerándola un ruido de fondo, a a veces doloroso, a veces molesto pero siempre presente.